Rita no quiere llegar al mar
La alcaldesa Barberá es señora de muchos chirimbolos, es decir, muy trastera. Poco dada a alumbrar una nueva perspectiva de la ciudad, llena las calles de unos artefactos mal llamados mobiliario urbano, en realidad puros y duros soportes publicitarios. Se empeña en abrir en canal el barrio de El Cabanyal con el pretexto de unir la ciudad con el mar. Oculta que la ciudad llega ya al mar por otros caminos y que, sin embargo, el más céntrico, el más directo, está infrautilizado y lleno de tremendos cachivaches.
Pensaba en eso el pasado domingo, mientras paseaba los 1.200 metros de hermoso palmeral que hoy se llama avenida del Reino de Valencia. Una avenida que ha estado en obras varios años para empotrarle la nueva línea de metro y que volverá a abrirse en su plenitud durante los próximos días. La reapertura va a coincidir con la llegada del AVE a Valencia, la mejor vía de Madrid al mar. Curiosamente, junto a la Estación del Norte, en el cruce que conforman la calle de Castellón, la del General Sanmartín y la de Segorbe, nace el trazo más directo del centro de la ciudad al mar: la calle del General Sanmartín, la avenida del Reino, el puente de los demonios, la avenida de Francia, más su prolongación pendiente de urbanizar, el puerto y el mar. En total, 4.462 metros, si no me equivoco con el Google Earth.
Gracias a las brisas, Valencia tiene una atmósfera tan clara que algunos días nuestra vista alcanza el Montgó, desde donde también es posible columbrar Ibiza. Sin embargo, esos cuatro kilómetros que nos separan de un mar que podría adivinarse desde un peatonalizado General Sanmartín, entre las palmeras en paralelo de la avenida del Reino, se nos niegan de nuevo, cuando, ahora, tras las obras del metro, el centro del paseo, la perspectiva, se ciega de nuevo con los gigantescos chirimbolos publicitarios que han vuelto a colocar en medio del eje, taponando la mirada. Cada uno de esos armatostes mide cerca de cuatro metros de alto, a los que hay que añadir casi dos metros del cachivache campaniforme del remate. Estos descomunales artefactos, con sus cinco metros y medio de diámetro, son un auténtico obstáculo para el paseante y un puñetazo para la vista. Y todo por la voracidad publicitaria de plantarnos una docena de anuncios más, como si en la avenida no hubiera bastantes. Nada menos que sesenta y dos: catorce aupados a mástiles con senyera, ocho en marquesinas de la EMT, otros catorce en mupis, seis en cabinas telefónicas, ocho más en las traseras de los quioscos y los doce de los gigantescos chirimbolos, a los que habrá que añadir los que pongan en las dos nuevas bocas del metro en construcción.
Vivir, decía Perec, es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse. Y aquí, estos chirimbolos, que se apropian de la zona pública, nos golpean la vista y el alma, porque ese espacio nunca es neutral y jamás, inocente. Rita no quiere llegar al mar.
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