El hombre sin sombra
Ahora que La Roja nos sonroja y amistosamente nos vapulean, voy a hablarles de otra cosa. El 1 de octubre del 2010, un avezado jefe de deportes, apellidado Sámano y apodado por mí Manitú, contrató al perspicaz detective privado en paro Martín Girard, que soy yo, para que se convirtiera en la sombra del entrenador Mourinho desde la llegada de este al Real Club Florentino hasta la culminación de la más injusta por descompensada Liga del mundo. El triunfo del mejor entrenador portugués de todos los tiempos al frente del mejor equipo de la historia del fútbol, desde los años en blanco y negro hasta la era del ladrillo, resultaba previsible. O no tanto. Mou, apelativo cariñoso que camufla en realidad un carácter de cardo borriquero, no las tenía todas consigo. Hombre religioso, emprendió un viaje iniciático a la isla de San Michele, cementerio veneciano donde el fantasma de Helenio Herrera juega a las tabas con Edra Pound.
Siguiendo los sesgados consejos de su difunto antecesor, Mourinho logró que el Real Florentino recuperara la cabeza y Ronaldo los pedales. Pero él perdió la compostura. Y la sombra. Una mañana se despertó y comprobó con espanto que, en sueños, había vendido por un palmo de pedestre gloria su sombra a un buhonero que, al parecer, comerciaba con las sombras de los famosos para tejer una alfombra voladora con la que ensombrecer el mundo cada vez que salía el sol. Esa era la astuta artimaña con la que el buhonero en cuestión pretendía igualar las buenas y malas sombras haciendo compartir, para bien o para mal, la misma sombra a toda la humanidad. Mourinho, hombre de derechas, tuvo enseguida la sospecha de que el embaucador que le había dejado sin sombra en época de recortes no podía ser otro sino el presidente Zapatero, que, para mayor inri, era del Barça. No dando crédito a lo acontecido, se apresuró a reclamar a su lado la presencia del hasta entonces ninguneado Zinedine Zidane para que le sirviera de sombra cada vez que la luz lo requiriera. Pero pronto se dio cuenta de que nadie podría hacer las veces de su sombra si no se calzaba sus zapatos, cosa esta que no estaba dispuesto a consentir. Razón por la cual el bueno de Zidane siguió relegado al limbo Florentino, zona fría y umbría celosamente custodiada desde la franja de penumbra por el sigiloso y melifluo Valdano.
¿Cómo convertirse en la sombra de un hombre sin sombra sin calzarse sus zapatos?, se preguntaba Martín Girard mientras la lluvia repiqueteaba en los cristales y los leños crepitaban en la chimenea. De improviso, con el resplandor de un relámpago sin trueno, comprendió que el hombre sin sombra no tenía sombra porque las sombras no tienen sombra, y el llamado Mou ya era, en sí mismo, una sombra. Y no precisamente la sombra del fantasma de Helenio Herrera como se ha proclamado en la Italia de Berlusconi con inequívocas añoranzas de Mussolini, sino su propia sombra. Lo del buhonero en sueños solo era una patraña freudiana reminiscente de Las Mil y Una Noches, admitió a regañadientes Martín Girard.
En realidad, había bastado un supremo ejercicio de narcisismo para que Mou, no pudiendo soportar el neurobiológico lastre que su sombra arrastrada por tierra le suponía, se puso a cuatro patas y la engulló entera. Empezando por la confluencia de la suela con el suelo y acabando en el confín de la encrespada coronilla, como quien se traga un felpudo. Fue tanta su avidez que se le atragantó a la altura del epigastrio. Desde entonces, simulando que masca chicle, regurgita y rumia su sombra con aire sombrío y rictus despectivo, como si fuera a escupir por el colmillo o estuviera perpetuamente enfadado. Lo está. A este caudillo malencarado no le basta jugar en casa al amparo de soflamas rojigualdas y patrióticos exabruptos (como si su equipo, formado en mayoría por mercenarios extranjeros, incluido él, representara la quintaesencia de lo español), necesita además denigrar a los contrincantes de su más directo rival difundiendo el infundio de que se dejan ganar. Pero Martín Girard se preguntaba para sus adentros si el estilo barriobajero no era, en definitiva, un requisito indispensable para vivir y triunfar en consonancia con nuestro zafio tiempo. Por cierto, dicho sea de paso, me acaban de comunicar que la mujer invisible está embarazada. No sé de quién.
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