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Columna
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Salvar la sanidad pública

Agosto de 2010, rebelión de pacientes y familiares en el Hospital la Paz. La protesta no viene provocada por rebaja alguna de la asistencia sanitaria, ni por las listas de espera en cirugía o el hacinamiento en las urgencias más propio del invierno. No, esta vez la revuelta es porque les quitan la merienda. Aunque por su tono se diría que el servicio eliminado lo prestaba alguna prestigiosa firma pastelera, lo que eliminaron del menú es un vaso de leche y cuatro galletas.

La medida ni siquiera pretendía ahorrarse el coste del producto, quitaron la merienda porque no había auxiliares para repartirla. Lo cierto es que el levantamiento alcanzó tal fortuna mediática que la gerencia del hospital restituyó a las dos semanas sus prácticas alimenticias. Ese episodio de opereta fue un síntoma revelador de las filigranas que han de hacer los gerentes sanitarios para mantener la calidad asistencial a causa de la penuria económica. Lo de menos es el vaso de leche y las galletas. En La Paz, como en la práctica totalidad de la red asistencial, el apretón está obligando a reducir personal laboral, eliminar horas extra en todos los servicios y aminorar la actividad quirúrgica programada fuera de horario. Nadie lo proclama, pero hay hospitales en España donde se cierran quirófanos e incluso plantas enteras de cirugía.

El sistema acumula retrasos de hasta un año en el pago a sus proveedores

El sistema acumula retrasos de hasta un año en el pago a sus proveedores y el déficit acumulado supera los 11.000 millones de euros. No es exagerado decir que la sanidad pública española, el mejor de nuestros logros sociales, la envidia de medio mundo, está al borde de la quiebra. Si tan crítica situación fuera atribuible tan solo a la crisis económica que sufre el país bastaría con recetar medidas temporales de austeridad que permitieran pasar el trance sujetando su estructura con alfileres y esperar tiempos mejores. Sin embargo, el descenso en los ingresos públicos no ha hecho sino agravar y llevar al límite desequilibrios endémicos que vienen de largo y que sin duda hubieran puesto en riesgo su viabilidad tarde o temprano.

Es una realidad que todos los Gobiernos regionales conocen y que tratan de aliviar con paños calientes por entender que en las prestaciones sanitarias se juegan buena parte de su prestigio ante el electorado. Estoy seguro de que, de aquí a las elecciones autonómicas, harán lo imposible para que al sistema no se le vea el cartón, aunque será difícil evitar la merma en la calidad asistencial y los temibles repuntes en las listas de espera.

Tampoco los partidos parecen dispuestos a hincar el diente al problema más allá del acuerdo alcanzado en marzo en el Consejo Sanitario Interterritorial para recortar el gasto en la factura farmacéutica. La gestión es manifiestamente mejorable y el sistema requiere una reforma a fondo que rebaje el lastre burocrático y optimice sus recursos desde la evidencia de que no son ilimitados. Pero además de conjurar los despilfarros hay que evitar los abusos que se derivan de esa cultura del "gratis total" que invita al exceso como si la sanidad pública no costara dinero ni la pagara nadie. Una cultura que trata de cambiar esa "factura en la sombra" que informa a los pacientes de lo que cuesta atenderles, aunque no lo paguen, y cuya eficacia está por demostrar.

Por políticamente incorrecto que parezca o por nocivo que les resulte a los políticos para sus intereses electorales, solo el llamado "copago" puede corregir los hábitos de quienes hacen un mal uso de la sanidad pública y abrir de paso una fuente de ingresos que desahogue el sistema. Se trataría de cantidades simbólicas que podrían ir en relación con la renta del paciente de forma y manera que nadie se viera privado de atención sanitaria por su situación económica. Son fórmulas que hay que estudiar sacándolas del debate político con un compromiso nacional de salvar nuestra sanidad pública. Aún estamos a tiempo de evitar la quiebra del sistema. La espera es temeraria.

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