El desierto perfecto
El Sáhara Occidental y Mauritania muestran al viajero un sinfín de dunas asombrosas. Viaje en moto casi sin parar
El Sáhara, el desierto más grande del planeta; también el más literario y cinematográfico. Al menos desde que Paul Bowles lo situara en el mapa, justo debajo de un cielo purísimo que de protector solo tenía el nombre. Salvo por los motores de explosión y las armas de fuego, poco han cambiado allí las cosas desde hace mil años. Tierra de bandidos, contrabandistas y poesía, el poder de los Estados que reclaman su soberanía apenas alcanza a las delgadas líneas de asfalto abiertas en el páramo de arena. Si no fuera porque el Árbol del Teneré fue arrollado por un camión, el horizonte dorado aún seguiría idéntico a sí mismo.
Sidi Ifni
Sidi Ifni, puerta del Sáhara español. Calles dedicadas a Oviedo, al general Mola y al suboficial Zabala. Los viejos edificios oficiales aparecen vacíos, descuidados. Todavía pertenecen al Estado español por virtud del tratado de cesión del año 1969. El pueblo está medio deshecho, desleído por el mar, el sol, el viento y la apatía. Agridulce encanto de la decadencia. Nadie ha sabido ver aún el potencial histórico turístico para construir un parque temático del colonialismo.
España libró aquí su última guerra en 1957. Se ganó y se perdió. Abandonó la provincia por los Acuerdos de Angra de Cintra, pero mantuvo la ciudad hasta la cesión definitiva. Fue una guerra vergonzante. El colonialismo ya tenía mala prensa. Estados Unidos vetó el uso de su material militar y aeronáutico. Todavía hoy es un conflicto que nunca existió. Para los más de trescientos muertos españoles no hay recuperación de la memoria. Hoy las únicas tropas que aquí desembarcan son jóvenes surferos y jubilados franceses. Unos buscan olas, los otros precios baratos.
En el hotel La Suerte Loca, Mohamed asegura ser español. Nació durante la presencia colonial. Se duele de que no se les haya aplicado el Tratado de Cesión que distingue entre los que ya eran españoles, "quienes conservarán la nacionalidad en todo caso", de los que simplemente se habían beneficiado de ella sin adquirirla; a estos se les concedían tres meses para optar, pero en condiciones tan leoninas que nadie pudo hacerlo. "Al final, nos negaron la nacionalidad a todos". La democracia española, dice, quiso librarse del incómodo legado de Franco.
Sáhara policial
Hacia el sur el horizonte se expande infinito. El mar asoma a la derecha. La sombra de la motocicleta acompaña mi soledad. Cabras escuálidas, perros famélicos y camellos miedosos. Poco a poco van desapareciendo los poblados, los seres humanos y las comodidades. Pero no la policía. El ritual se repite cada pocos kilómetros. Al final del plano horizonte se divisan un par de sombras difuminadas por la reverberación solar. Son gendarmes. Detienen a todos los viajeros. ¿Nacionalidad, destino, profesión?
Cinco kilómetros después de Tarfaya descubro la señal del cámping Roi Bedouin, pobre instalación con jaima y chamizo de adobe. Un regato moribundo proporciona agua alcalina, terriblemente salada; no es potable pero sirve para una ducha de urgencia. Los dueños son belgas, llevan 10 años aquí y están cansados. Han puesto a la venta el humilde complejo.
El Aaiún, ciudad militarizada sobre dunas y azotada por el viento. Aburridos cascos azules velan por el alto el fuego. Un saharaui me aborda al ver la matrícula de la moto. Dice que aún luchan por la independencia. Añade que los vigilan constantemente. Cualquiera puede ser policía o confidente, incluso él.
Entre Marruecos y Mauritania hay cinco kilómetros de tierra de nadie. Arena, señales de "Peligro, minas" y carrocerías calcinadas de coches robados. El que vende los seguros dice que Moratinos es un buen ministro (cuando hago este viaje, todavía es titular de Exteriores). Llevo recorridos más de cuarenta países y es la primera vez que alguien conoce a un miembro de mi gobierno. No es tranquilizador; hasta el último mono está al tanto de las negociaciones con Al Qaeda. Cualquiera que me mire, verá cinco millones de dólares.
Tiempo parado
El Sáhara mauritano es el que ha retratado el cine hasta mitificarlo en icono. Bellísimo océano de dunas doradas, es también el tétrico desierto de los secuestros y el calor insoportable. Desde la frontera hasta la capital hay 620 kilómetros y una sola estación de servicio. Cuando llego, me dicen que se ha acabado la gasolina. Son las cinco de la tarde, pronto anochecerá.
No es buen sitio para quedarse tirado. Decidí cruzar Mauritania porque un motorista solitario apenas llama la atención si viaja rápido. El problema surge si te quedas mucho tiempo parado. Oigo el ronco rugido de motor diésel. Un tráiler desvencijado con los colores rojos de Coca-Cola aparece del norte. Les pido ayuda y ellos a mí sesenta euros. Y dos besos si hicieran falta. Entre todos subimos la BMW y salimos rumbo a Nuakchot.
El Albergue Sáhara es un agradable lugar para mochileros, pero el terror perjudica el negocio. Vienen ya pocos occidentales de turismo. El dormitorio colectivo está vacío. El vigilante prepara té con maestría. Trasvasa el líquido de la tetera a los vasos, y de los vasos a la tetera. Pasará así toda la noche. El resultado es un jarabe áspero y empalagoso que arrojo a los geranios cuando no mira.
Despierto en una ciudad sobre arena de playa. El suelo está lleno de conchas. Hubo un mar antes que una república islámica. La sede de la Unión Europea tiene aspecto de fortín militar. La población naufraga entre las cabras, animal de compañía y básica fuente alimenticia. Nadie saluda al extranjero. Es una sociedad polvorienta, hostil y triste. En el albergue hay tres rusos con resaca. Viven aquí. Dios sabe haciendo qué.
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