Disfraces para Halloween
Pensaba celebrar el muy tradicional y castizo Halloween (así parece querérnoslo vender El Corte Inglés, tan atento a globalizar las tradiciones como a vender sus marcas blancas) saliendo mañana a la calle disfrazado y ofreciendo truco o trato a troche y moche. Y, lo confieso, he acariciado varias posibilidades de disfraz que procedo a enumerarles. Pensé, en primer lugar, vestirme de encuesta de intención de voto (con una tarta de porcentajes por sombrero); luego, de saga de Almudena Grandes (con un traje-libro de muchas páginas); más tarde, de artículo ultraliberal de Vargas Llosa sobre ese "algo serio, realista, democrático y profundamente libertario" que el maestro (en tantas otras cosas) cree ver -al contrario que muchos estadounidenses que no pueden pagarse la medicina privada- "en la entraña" del movimiento del Tea Party; y, por último, pensé disfrazarme, sin más florituras, de Leire Pajín, que es, después de Esperanza Aguirre, la única política española (entre los políticos se me ocurren muchos más) a la que le haría gustoso una huelga general revolucionaria de carácter personal. Pero, cuando ya tenía decidido travestirme de (antigua) secretaria de organización del PSOE, se arma la última zapatiesta (en fin, ya me comprenden) y mi (presunta) homenajeada se convierte en Ministra de Sanidad, Asuntos Sociales e Igualdad y, por tanto, aspirante a gozar de las cuatro semanas de tregua (ni un día más) que este sillón de orejas prescribe a todo nuevo ministro. Y, para colmo, sale a la palestra un alucinado edil de vocación energúmena y rijosa y se produce sobre la neoministra en términos que José Blanco ha calificado de "machistas, sexistas y repugnantes", y yo, si me permiten la intromisión, de hediondos, nauseabundos e intolerables. Y, sobre todo, más propios de alcaldes de otra época, verbigracia de 1962, cuando miraban a otro lado mientras en los cuarteles de la Guardia Civil se rapaba a las "piojosas" mujeres de los mineros huelguistas de la cuenca del Nalón (recuerdo una impresionante litografía de Eduardo Arroyo). Sí, ya sé, hay que enterrar el pasado. Pero, entonces, ¿por qué el PP no ayuda un poco castigando provocaciones como las de León de la Riva? O, ya puestos a ejemplarizar, ¿por qué no le han obligado a 1) sellarse con silicona sus incontinentes "morritos" y 2) disfrazarse para Halloween de penitente, enfundado en un saco de arpillera en plan pulvis eris et in pulverem reverteris? De nada, la idea es gratis. Y, por supuesto, también se puede aplicar a otros que presumen de ser más progresistas en cuestiones de igualdad.
Incredulidad
De entre todos los artificios, trucos y procedimientos de que se valen las (buenas) novelas el que me resulta más fascinante es el de la suspensión de la incredulidad. Lector de ficciones desde niño, me sigue admirando que los (buenos) novelistas -de modo semejante a lo que hacían mis padres cuando, en la "duodécima noche", dejaban lechuga y agua para los camellos de los Reyes Magos- me hagan comulgar con ruedas de molino, arrastrándome a una verosimilitud literaria que poco tiene que ver con aquella a la que -¡ay!- nos vemos obligados a regresar cuando cerramos el libro, y por la que se desenvuelven, además de políticos mediocres (y algunos delincuentes), todas esas personas (incluyendo a veces un marido insoportable, una agobiante esposa o un alcalde rijoso) de las que -¡ay, ay!- no podemos escapar tan fácilmente como de los villanos o los estúpidos de las novelas (incluyendo al De la Garza de Tu rostro mañana). En Las palmeras salvajes, que ahora reedita Siruela en la mejorable traducción de Borges, el desesperado médico Harry Wilbourne encuentra casualmente en un tacho de basura un monedero con el dinero que le permitirá huir con la escultora Charlotte Rittenmeyer, de la que está perdidamente enamorado: esos 1.278 dólares eran justo lo que necesitaba, y Faulkner se los proporciona generosa y taimadamente. Y, por muy improbable que resulte, nosotros nos lo creemos y la novela funciona. En Jane Eyre Charlotte Brontë disfraza al señor Rochester de gitana y consigue que nosotros (y los huéspedes de Thornfield) le sigamos la ocurrencia. Y, por apuntar más cerca: ¿qué lector de Bolaño no se ha sentido arrastrado por la peripecia del inverosímil piloto-poeta-represor Carlos Wieder (alias Alberto Ruiz-Tagle) en la estupenda Estrella distante (Anagrama), una de las tres o cuatro novelas del autor que se seguirán leyendo dentro de veinte años? Por cierto, de Faulkner, que fue un maestro en el arte de lograr la suspensión de la incredulidad, Alfaguara acaba de reeditar (en la misma traducción de López Muñoz que publicó Seix Barral en 1982) Sartoris (1929), que es el nombre que recibió la edición que su amigo Ben Wasson realizó de la muy prolija (en opinión de los editores que la rechazaron) Banderas sobre el polvo, tercera novela del autor. Si quieren asistir in situ al nacimiento del condado de Yoknapatawpha, uno de los más fecundos de la literatura universal, no se la pierdan.
Nueva York
Exagerando un poco, se podría afirmar que el segundo subgénero literario más abundante en las librerías españolas, tras la llamada novela negra, es el de "novelas de Nueva York". Dense una vuelta por ellas (allí nadie les va a morder, y suelen ser zona segura para mujeres) y hojeen las novedades: igual que hubo un tiempo en que Roma era el punto de referencia de buena parte de la literatura occidental, ahora se diría que la capital cultural y financiera del Imperio se ha convertido en el telón de fondo preferido para el desarrollo de ficciones de todo tipo (incluyendo, por supuesto, thrillers como La vida fácil, de Richard Price, Mondadori). La "ciudad automática", que fascinó en los treinta a Paul Morand y a su estricto contemporáneo Julio Camba (y a Lorca y a Alberti y a toda la increíble patulea del 27), se muestra hoy como escenario favorito de esa Weltliteratur de la que hablaba seminalmente Goethe en sus conversaciones con Eckermann, un término reutilizado más tarde por Marx y Engels para subrayar el carácter cosmopolita de la producción literaria "burguesa". Si Nueva York es la capital de la literatura globalizada quizás lo sea, más allá de su lugar simbólico en la producción de ideología dominante, porque lo esencial de esa ciudad insomne e inconstante es el cambio; y cambio y transformación son ingredientes imprescindibles en las novelas. Desde Washington Square, de Henry James (Alba), o La edad de la inocencia, de Edith Wharton (RBA), que reflejaban el homenaje de los contemporáneos a la ciudad que se formaba ante sus ojos, a las reconstrucciones (más o menos) históricas de novelistas como Colm Tóibín (Brooklyn, Lumen), Edmund White (Hotel de Dream, Lumen) o Edward Rutherfurd (Nueva York, Roca Editorial), la ciudad se ha convertido en argumento de centenares de historias que se consumen en todo el mundo. Nueva York, en el pasado puerta de entrada a un mundo de oportunidades, sigue demostrando su capacidad de seducción desde su condición de señuelo novelesco.
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