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Columna
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El final o la extinción de ETA

Hay dos escuelas de pensamiento a partir de la debilidad de ETA. La primera, arrastra la inercia mental ligada al cincuentenario de la banda terrorista, al que aludía el comunicado que se hizo público el domingo 25 de septiembre (véase la columna ETA tiene quien le escriba, publicada en EL PAÍS del martes 27). Considera que deberíamos preparar un acto de clausura, un final solemne, en plan reedición del abrazo de Vergara. Con una fotografía a base de la cúpula, esta vez sin capuchas, el Gobierno, algún dirigente del PNV, otro de Batasuna, un obispo disponible y quién sabe si representantes de la próspera industria de la mediación internacional. La escenografía estaría muy cuidada y se dispondría de modo preferente por ejemplo en la basílica de Loyola o en otro templo representativo.

El combate para que siga siendo eficaz debe ser autónomo de cualquier consideración electoral

Los afiliados a esa escuela calculan por anticipado los beneficios a obtener por quienes figuren en ese retrato. Para el Gobierno, piensan, sería un tanto decisivo capaz de invertir la tendencia de las encuestas y devolverle el favor de los electores en las urnas de 2012.

La segunda, se atiene de modo escueto a los hechos. Prefiere seguir la senda actual y redoblar la apuesta por la progresiva desarticulación de la banda, tanto en el plano operativo, de los llamados comandos, como en el de las organizaciones afines que promueven el reclutamiento en los distintos banderines de enganche, trabajan la fidelidad de los presos, sostienen a las clases pasivas, alientan la rama juvenil, llevan a cabo las acciones de baja intensidad, se encargan de recaudar fondos o se ocupan de atender el aparato internacional o de propaganda. Su argumento se basa en los resultados y en la ausencia de precio a pagar. Claro que también habría lucro cesante, porque nadie podría comparecer apuntándose el tanto de haber logrado el anhelado final, ni el Gobierno actual ni quienes le acompañaran en la foto de familia ya fueran del sector de los pacificadores como del de los pacificados. Una foto cuya inserción es seguro que ocuparía espacios de privilegio en los medios de comunicación españoles y extranjeros.

Entre tanto, empieza la cuenta atrás para las elecciones municipales a celebrar el 22 de mayo próximo y el brazo político etarra se esfuerza en lanzar algunos gestos que le habiliten para ser admitido en la competición. Hasta ahora prevalece la palabra del ministro del Interior, Alfredo Pérez Rublacaba, según la cual la alternativa es que ETA desaparezca o que Batasuna abjure de ETA.

Pero los Otegi buscan formular una imposible tercera opción. Así, en las declaraciones de Otegi a John Carlin para el diario EL PAÍS pudimos leer que "si ETA matara, nosotros nos opondríamos". La frase merece un análisis detenido por lo que dice y por lo que encubre. Porque ¿a qué se opondrían, una vez consumado el crimen, con el cadáver irreversible a la vista? ¿Tal vez a su traslado al Instituto Anatómico Forense? Otegi tenía y tiene a su disposición un pronunciamiento directo, sin necesidad de remitirse a hipótesis ni futurible alguno. Le hubiera bastado condenar los más de ochocientos asesinatos reivindicados por ETA. Si evita hacerlo es porque precisamente sobre esa sangre derramada es sobre la que quiere erigir su autoridad para negociar ya veríamos qué.

Entre tanto, se acelera el run run. Habla el ministro de Fomento, José Blanco, emocionado con el final de ETA, también el presidente del PNV, Iñigo Urkullu, y Antonio Elorza analiza las consecuencias. Pero se olvida que el combate a ETA para que continúe siendo eficaz debe ser una variable independiente de cualquier consideración electoral. Quien piense en que podrá exhibir ese éxito como una baza en su favor llegado el momento de las urnas se equivoca de plano. Esta sí que es una cuestión de Estado que todos deben renunciar a explotar en su propio beneficio.

Por tanto, volvamos a la cuestión. Después de 50 años aquí solo queda la aplicación de las leyes penitenciarias, que reservan un trato diferenciado al delincuente individual y al incardinado en una banda de crimen organizado. De modo que cuando desapareciera la banda a los reclusos etarras pasarían a serles de aplicación los beneficios de los que ahora están excluidos. Es la senda que ha seguido por su cuenta, por ejemplo, Txelis, dispuesto a reparar el daño causado a las víctimas.

En su primera legislatura, el presidente Zapatero soñó con apuntarse el tanto grandioso de la pacificación y emprendió el camino de las conversaciones. Era un intento para el que se sentía legitimado porque otros, como Suárez, Calvo Sotelo, González o Aznar, también lo habían ensayado. Todo terminó con el atentado a la T-4 de Barajas. Ahora estamos en otra lógica, la de la extinción. Atentos.

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