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Columna
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El que no trabaja

Para Lafargue el destino del hombre pasaba también por el sagrado derecho a hacer 'menos'

Vicente Molina Foix

Hay un hombre negro, joven, grueso, afable, que reside en los bancos de mi barrio. No se trata de uno de esos sin techo que, llegado el anochecer, sientan plaza con sus cartones y sus mantas en los vestíbulos de los cajeros automáticos de tantas entidades bancarias; mi vecino, pues así lo considero ya, sin haber cruzado una palabra con él, duerme en los bancos de madera, aunque a veces le veo también recostado en las escaleras de acceso al metro con su impedimenta, que incluye garrafas de agua, nunca un botellón. Va limpio, igual de abrigado ahora que en el verano y, excepto cuando tiene los ojos cerrados, mira siempre a los que pasamos cerca de él con el gesto risueño que le caracteriza. No vende nada en la calle.

Me resulta imposible, dada la frecuencia de su figura en mi peripecia cotidiana, no hacer cábalas sobre su origen, su inmediato pasado, su actualidad de hombre que arrastra sus pocas pertenencias sin alejarse nunca del perímetro más próximo a mi casa. Con motivo de un trabajo cinematográfico, el año pasado entrevisté y traté a muchos jóvenes del Senegal, de Malí, de Nigeria y Costa de Marfil, en su mayoría emigrantes que habían llegado a España en patera y, tras diversos avatares, vendían -ya legalizados- bolsos y paraguas en el llamado top manta. A todos les estaba golpeando duramente la crisis, privados además de un núcleo familiar y enfrentados a la perspectiva de un casi imposible retorno sin medios a sus países de procedencia.

El paro es desde luego angustioso para esos y otros muchos trabajadores sin esperanza, pero su onda expansiva nos afecta a todos, excepto quizá a algunos altos directivos de la banca (la otra, la que no es de madera ni está a la intemperie). La carencia de empleo, los recortes salariales, los contratos precarios, las forzosas jubilaciones anticipadas, la inseguridad de las prestaciones sociales y sanitarias; ese es el horizonte que se divisa mientras a nuestro alrededor, y no solo por televisión, es posible observar el espectáculo del enriquecimiento de unos pocos y el blindaje intocable de quienes tanto han contribuido al mal económico de la mayoría.

Puede, por tanto, resultar una paradoja, si no una afrenta, que en esta situación tan desesperada uno recurra a Ambrose Bierce y Paul Lafargue, dos grandes libertarios decimonónicos (fallecidos ambos en la primera parte del siglo XX) que en tiempos no menos convulsos hicieron de la necesidad burla y le sacaron al drama de la miseria el corazón de la risa. Creo que el mulato antillano de origen francés Lafargue está hoy más olvidado que el anglo-americano Bierce, aunque el primero brilló más en vida, por su matrimonio y compartido suicidio con la hija de Carlos Marx, sus viajes de agitación por Europa y sus importantes contactos con el socialismo español de la época. Releídos ahora, sus dos breves opúsculos El derecho a la pereza y La religión del capital parecen haber sido escritos para nosotros, y algo similar puede decirse de algunos de los textos breves de Ambrose Bierce que, traducidos y presentados por Miguel Catalán, acaba de publicar la editorial madrileña Sequitur bajo el título La mirada cínica.

Lafargue conocía bien los pormenores de la explotación masiva de la mano de obra en el siglo de la revolución industrial, pero más que creer, como su suegro, en la estricta dicotomía de un trabajo enajenado y un trabajo liberado, prefería recordar que el destino del hombre antes de la condena de Dios en el Edén y la codicia del jefe en la cadena de producción pasaba también por el sagrado derecho humano a hacer menos: el ocio placentero como antídoto o alivio del trabajo embrutecedor. La historia de las reivindicaciones sociales desde el nacimiento de la conciencia obrera hasta el día de hoy en las calles de Francia incluye la defensa de una vida laboral mejor y de un mayor derecho al reposo y, por qué no, al relajo.

Complementario más que antitético a El derecho a la pereza preconizado por Laforgue es El derecho a trabajar, un sarcástico diálogo entre La Ley y El Vagabundo que Bierce imagina, y en el que la primera, hablando con la voz del orden establecido, le recuerda al segundo la prohibición legal de robar pero también de mendigar, a lo que aquel contesta: "Cuando en la calle te obedezco y me paso todo el día hambriento y por la noche temblando de frío, y me quedo callado para no molestar, me arrestan por 'hallarme sin medios conocidos de sostenimiento económico". ¿Será ese el caso del hombre grueso y negro que vagabundea por los aledaños de Francisco Silvela? ¿Es un homeless que ha elegido su domicilio en la multitud, como el dandi de Baudelaire? Seguiré preguntándomelo, y confiando en que, al contrario que al vagabundo de Bierce, a él no le arresten. No trabaja y no hace daño a nadie. Quizá ni a sí mismo.

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