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LIBROS | Ensayo

América Latina existe

Contadora, Panamá, 28 de marzo de 1995

Esperé hasta el último turno para hablar, porque ayer al desayuno no sabía nada de lo que aprendí en el resto del día. Soy un conversador empedernido y estos torneos son monólogos implacables en los que está vedado el placer de las interpelaciones y las réplicas. Uno toma notas, pide la palabra, espera, y cuando le llega el turno ya los otros han dicho lo que uno iba a decir. Mi compatriota Augusto Ramírez me había dicho en el avión que es fácil saber cuándo alguien se ha vuelto viejo porque todo lo que dice lo ilustra con una anécdota. Si es así, le dije, yo nací ya viejo, y todos mis libros son seniles. Una prueba de eso lo son estas notas.

La primera sorpresa nos la dio el presidente Lacalle con la revelación de que el nombre de América Latina no es francés. Siempre creí que sí lo era, pero por más que lo pienso no he logrado recordar de dónde lo aprendí y, en todo caso, no podría probarlo. Bolívar no lo usó. Él decía América, sin adjetivos, antes de que los norteamericanos se apoderaran del nombre para ellos solos. Pero, en cambio, comprimió Bolívar en cinco palabras el caos de nuestra identidad para definirnos en la Carta de Jamaica: somos un pequeño género humano. Es decir, incluyó todo lo que se queda por fuera en las otras definiciones: los orígenes múltiples, las lenguas indígenas nuestras y las lenguas indígenas europeas: el español, el portugués, el inglés, el francés, el holandés.

Por los años cuarenta se despertaron en Ámsterdam con la noticia disparatada de que Holanda estaba participando en un torneo mundial de béisbol -que es un deporte ajeno a los holandeses- y era que Curazao estaba a punto de ganar el campeonato mundial de Centroamérica y el Caribe. A propósito del Caribe, creo que su área está mal determinada, porque en realidad no debería ser geográfica sino cultural. Debería empezar en el sur de los Estados Unidos y extenderse hasta el norte de Brasil. La América Central, que suponemos del Pacífico, no tiene mucho de él y su cultura es del Caribe. Este reclamo legítimo tendría por lo menos la ventaja de que Faulkner y todos los grandes escritores del sur de los Estados Unidos entrarían a formar parte de la congregación del realismo mágico. También por los años cuarenta, Giovanni Papini declaró que América Latina no había aportado nada a la humanidad, ni siquiera un santo, como si le pareciera poca cosa. Se equivocó, pues ya teníamos a santa Rosa de Lima, pero no la contó, quizás por ser mujer. Su afirmación ilustraba muy bien la idea que siempre han tenido de nosotros los europeos: todo lo que no se parece a ellos les parece un error y hacen todo por corregirlo a su manera, como los Estados Unidos. Simón Bolívar, desesperado con tantos consejos e imposiciones, dijo: "Déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media".

Nadie padeció como él la presión de una Europa que ya era vieja en relación con el sistema que debía escoger, monarquía o república. Mucho se ha escrito sobre sus sueños de ceñir una corona. La verdad es que entonces, aun después de las revoluciones norteamericana y francesa, la monarquía no era algo tan anacrónico como nos parece a los republicanos de hoy. Bolívar lo entendió así y creía que el sistema no importaba si había de servir para el sueño de una América independiente y unida. Es decir, como él decía, el Estado más grande, rico y poderoso del mundo. Ya éramos víctimas de la guerra entre los dogmas que aún nos atormentan, como nos lo recordó ayer Sergio Ramírez: caen unos y surgen otros, aunque sólo sean una coartada, como las elecciones en las democracias.

Un buen ejemplo es Colombia. Basta con que haya elecciones puntuales para legitimar la democracia, pues lo que importa es el rito, sin preocuparse mucho de sus vicios: el clientelismo, la corrupción, el fraude, el comercio de votos. Jaime Bateman, el comandante del M-19, decía: "Un senador no se elige con sesenta mil votos sino con sesenta mil pesos. Hace poco, en Cartagena, me gritó en la calle una vendedora de frutas: "¡Me debes seis mil pesos!". La explicación es que había votado por equivocación por un candidato con un nombre que confundió con el mío, y luego se dio cuenta. ¿Qué podía hacer yo? Le pagué sus seis mil pesos".

El destino de la idea bolivariana de la integración parece cada vez más sembrado de dudas, salvo en las artes y las letras, que avanzan en la integración cultural por su cuenta y riesgo. Nuestro querido Federico Mayor hace bien en preocuparse por el silencio de los intelectuales, pero no por el silencio de los artistas, que al fin y al cabo no son intelectuales sino sentimentales. Se expresan a gritos desde el Río Bravo hasta la Patagonia, en nuestra música, en nuestra pintura, en el teatro y en los bailes, en las novelas y en las telenovelas. Félix B. Cagnet, el padre de las radionovelas, dijo: "Yo parto de la base de que la gente quiere llorar, lo único que hago es darles el pretexto". Son las formas de la expresión popular las más sencillas y ricas del polilingüismo continental. Cuando la integración política y económica se cumplan, y así será, la integración cultural será un hecho irreversible desde tiempo atrás. Inclusive en los Estados Unidos, que se gastan enormes fortunas en penetración cultural, mientras que nosotros, sin gastar un centavo, les estamos cambiando el idioma, la comida, la música, la educación, las formas de vivir, el amor. Es decir, lo más importante de la vida: la cultura.

Una de las grandes alegrías que me llevo de estas dos jornadas sin recreos fue el primer encuentro con mi buen vecino, el ministro Francisco Weffort, que empezó por sorprendernos con su castellano impecable. En cambio, me pregunto si alrededor de esta mesa hay más de dos que hablen el portugués. Bien dijo el presidente De la Madrid que nuestro castellano no se molesta por saltar el Mato Grosso mientras los brasileños, en un esfuerzo nacional por entenderse con nosotros, están creando el portuñol, que quizás será la lengua franca de la América integrada. Pacho Weffort, como le diríamos en Colombia; Pancho, como le diríamos en México, o Paco, como le dirían en cualquiera de las tabernas de España, defiende con razones de peso pesado el Ministerio de la Cultura. Yo me opongo sin éxito, y tal vez por fortuna, a que se instaure en Colombia. Mi argumento principal es que contribuirá a la oficialización y la burocratización de la cultura.

Pero no hay que simplificar. Lo que rechazo es la estructura ministerial, víctima fácil del clientelismo y la manipulación política. Propongo en su lugar un Consejo Nacional de Cultura que no sea gubernamental sino estatal, responsable ante la presidencia de la República y no ante el Congreso, y a salvo de las frecuentes crisis ministeriales, las intrigas palaciegas, las magias negras del presupuesto. Gracias al excelente español de Pacho, y a pesar de mi portuñol vergonzante, terminamos de acuerdo en que no importa cómo sea, siempre que el Estado asuma la grave responsabilidad de preservar y ensanchar los ámbitos de la cultura.

El presidente De la Madrid nos hizo el gran favor de tocar el drama del narcotráfico. Para él los Estados Unidos abastecen a diario entre veinte y treinta millones de drogadictos sin el menor tropiezo, casi a domicilio, como si fuera la leche, el periódico o el pan. Esto sólo es posible con unas mafias más fuertes que las colombianas y una corrupción mayor de las autoridades que en Colombia. El problema del narcotráfico, por supuesto, nos toca a los colombianos muy profundamente. Ya casi somos los únicos culpables del narcotráfico, somos los únicos culpables de que los Estados Unidos tengan ese gran mercado de consumo, por desgracia del cual es tan próspera la industria del narcotráfico en Colombia. Mi impresión es que el tráfico de drogas es un problema que se le salió de las manos a la humanidad. Eso no quiere decir que debamos ser pesimistas y declararnos en derrota, sino que hay que seguir combatiendo el problema a partir de ese punto de vista y no a partir de la fumigación.

Hace poco estuve con un grupo de periodistas norteamericanos en una pequeña meseta que no podía tener más de tres o cuatro hectáreas sembradas de amapolas. Nos hicieron la demostración: fumigación desde helicópteros, fumigación desde aviones. Al tercer paso de helicópteros y aviones, calculamos que aquéllos podían costar ya más de lo que costaba la parcela. Es descorazonador saber que de ninguna manera se combatirá así el narcotráfico. Yo les dije a algunos periodistas norteamericanos que iban con nosotros que esa fumigación debía empezar por la isla de Manhattan y por la alcaldía de Washington. Les reproché también que ellos y el mundo saben cómo es el problema de la droga en Colombia -cómo se siembra, cómo se procesa, cómo se exporta- porque los periodistas colombianos lo hemos investigado, lo hemos publicado, lo hemos divulgado en el mundo. Inclusive, muchos lo han pagado con su vida. En cambio, ningún periodista norteamericano se ha tomado el trabajo de decirnos cómo es el ingreso de la droga hasta los Estados Unidos, y cómo es su distribución y su comercialización interna.

Creo que todos terminamos de acuerdo con la conclusión del ex presidente Lacalle de que la redención de estas Américas está en la educación. A la misma habíamos llegado en el Foro de Reflexión de la Unesco el año pasado, donde acabó de diseñarse la hermosa idea de la "Universidad a distancia". Allí me correspondió sustentar una vez más la idea de la captación precoz de las aptitudes y las vocaciones que tanta falta le hacen al mundo. El fundamento es que si a un niño se le pone frente a un grupo de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno solo, y el deber del Estado sería crear las condiciones para que ese juguete le durara a ese niño. Soy un convencido de que ésa es la fórmula secreta de la felicidad y la longevidad. Que cada quien pueda vivir y hacer sólo lo que le gusta, desde la cuna hasta la tumba. Al mismo tiempo, todos estamos de acuerdo, al parecer, en que debemos estar alerta contra la tendencia del Estado a desentenderse de la educación y encomendarla a los particulares. El argumento en contra es demoledor: la educación privada, buena o mala, es la forma más efectiva de la discriminación social.

Un buen final para una carrera de relevos de cuatro horas, que puede servirnos para disipar las dudas de si en realidad la América Latina existe, que el ex presidente Lacalle y Augusto Ramírez nos lanzaron desde el principio sobre esta mesa como una granada de fragmentación. Pues bien, a juzgar por lo que se ha dicho aquí en estos dos días, no hay la menor duda de que existe. Tal vez su destino edípico sea seguir buscando para siempre su identidad, lo cual será un sino creativo que nos haría distintos ante el mundo. Maltrecha y dispersa, y todavía sin terminar, y siempre en busca de una ética de la vida, la América Latina existe. ¿La prueba? En estos dos días la hemos tenido: pensamos, luego existimos.

El discurso fue pronunciado en Contadora, Panamá, el 28 de marzo de 1995, en Laboratorio del grupo Contadora ¿América Latina existe?). Varios países latinoamericanos crearon este grupo que buscaba analizar y proponer soluciones a la situación compleja que atravesaba el continente. Yo no vengo a decir un discurso. Gabriel García Márquez. Mondadori. Barcelona, 2010. 160 páginas. 15,90 euros. Sale a la venta el próximo día 29.

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927, Nobel en 1982), en una imagen de 1995.
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927, Nobel en 1982), en una imagen de 1995.Ricardo Gutiérrez

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