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ANÁLISIS
Columna
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Privilegios, mayorías y minorías

La segregación racial vigente de facto hasta más que mediados del siglo XX en los Estados Unidos representa un ejemplo de atroz injusticia. Hoy en día, a nadie se le ocurre defender públicamente un sistema semejante porque, además de inmoral, resulta políticamente incorrecto.

Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. La población afroamericana, como todo el mundo sabe, desciende de los infelices capturados en África y vendidos en América como maquinaria agrícola de carne y hueso. La esclavitud era, por encima de consideraciones éticas, un hecho económico que victimizaba ciertamente a un colectivo (la minoría negra) pero beneficiaba a una mayoría blanca, ricos y pobres, lo que con el tiempo habría de producir arraigados efectos sociales y culturales mucho más duraderos que la propia esclavitud, abolida tras la Guerra de Secesión.

La financiación a través del Cupo constituye una injusticia para con el resto de españoles

Entonces, ¿cuándo comenzamos a percibir una injusticia como tal y actuamos en consecuencia? Para comenzar, hará falta una actitud rebelde de los propios afectados. Si aquel 1 de diciembre de 1955 Rosa Parks, la humilde modista negra, hubiera cedido sumisa su asiento en el autobús de Montgomery al viajero blanco y las gentes de color que vinieron después hubieran hecho lo mismo, nada habría cambiado.

Pero, ¿basta con la rebeldía? En mi opinión, no. No basta. Una minoría maltratada, precisamente por serlo, nunca podrá reivindicarse eficazmente por sí sola. Es necesario que en el seno de la mayoría beneficiaria fermente una reacción de generosa dignidad. Siguiendo con el ejemplo americano, además de al doctor Luther King, necesitamos al abogado Atticus Finch (Matar a un ruiseñor), al blanco decente que no tiene nada que ganar en el envite, pero que se la juega en contra de "los suyos" en honor a la Verdad y a la Justicia. ¿Es que acaso solamente vamos a defender la Justicia cuando seamos víctimas de una concreta injusticia? ¿Sólo las mujeres defienden a las mujeres maltratadas? ¿Sólo los negros a los negros? ¿Sólo los minusválidos, los ancianos, los homosexuales, los parados, los inmigrantes, etcétera se preocupan de sí mismos? ¿Somos una sociedad o un puzzle corporativo?

La democracia pone en manos de la mayoría decisiones en las que los principios universales entran en conflicto con los intereses materiales de unos y de otros. Es la grandeza de la política.

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Bien es cierto que la desideologización de los partidos y la indiferenciación de sus mensajes sosiegan, al tiempo que banalizan, la confrontación política. No parece que tras los debates de hoy en día asome el fantasma de la guerra civil (salvo la cantonalista). Sin embargo, la elaboración del discurso con ingredientes tan pedestres es capaz de legitimar cualquier injusticia siempre y cuando se logre el consenso de una mayoría beneficiada. ¿Es esto realmente democrático? Tal vez. ¿Es decente?

¿Por qué, por ejemplo, nos asombra el auge de grupos paladinamente xenófobos cuando los grandes partidos se pliegan a las demagogias más inmorales mirando de reojo las encuestas? ¿Acaso Sarkozy no ha ejecutado sin despeinarse y con el beneplácito de toda Europa una política que deja chiquito al viejo Jean Marie Le Pen?

¿Es forzoso suponer que el ciudadano va a elegir siempre a favor de su conveniencia material concreta aún en contra de principios como la Libertad, la Igualdad, el Pluralismo, la Solidaridad entre personas y territorios, etcétera, que también forman parte de su patrimonio moral y político?

Dejando los campos de algodón de Luisiana y volviendo a nuestra Euskadi, me pregunto si habrá entre nosotros algún Atticus Finch que, más allá de la mera legalidad -¡sólo faltaría!- ponga el dedo en la llaga, un tanto purulenta, de un hecho como el de que la financiación de las Administraciones publicas vascas a través del Cupo constituye un privilegio, es decir, una injusticia para con el resto de españoles, de la que todos los vascos somos beneficiarios.

¿No hay nadie en la política ni en la prensa ni en la Iglesia ni en el ámbito académico o intelectual dispuesto a salirse del rebaño y pasar por tonto en nombre de la decencia? Porque lo importante no es que lo digan los afectados, en este caso el resto de los españoles, que además están fuera de la arena política vasca y lo suficientemente divididos en sus propias taifas asimétricas. Lo relevante es que lo digamos nosotros mismos.

¿De verdad merece la pena que para conjurar, con escasa eficacia por cierto, las tensiones nacionalistas planteadas por algunos se nos haga pasar a todos los vascos por la indecencia de ser objetivamente insolidarios con nuestros compatriotas y que, encima, ello se considere como el mayor timbre de gloria, tal y como acaba de hacerse en el asunto de las políticas activas de empleo?

En un momento de crisis y precisamente por ello, ¿no deberíamos plantear desde Euskadi, en un acto de grandeza, decencia y solidaridad, la revisión del famoso Cupo del 6,24% para ajustarlo a la realidad económica de Euskadi y de los demás territorios de España?

María Teresa Fernández García es socióloga

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