Larga vida a los diarios
"¡Laboaraldoformacioscasalíora! ¡La Boa!". Este galimatías escuchaba en mi niñez y adolescencia cuando pasaba por las calles céntricas de la capital, acompañando a mi madre de compras. Desmenuzado y traducido quería decir: "La Voz, el Heraldo, Informaciones, que han salido ahora, La Voz". Era la relación de los diarios vespertinos más importantes del Madrid en los años finales de la Monarquía y primeros de la República. Otros sonidos guturales mencionaban, desde el amanecer, las apariciones matutinas. Lo gritaban los voceadores que vendían la prensa por la calle, ofrecida entre los dedos, aguantando la mano bajo el brazo. El regente de la imprenta, o alguien por su encargo, aleccionaban sobre el contenido más importante de los papeles, y así el presunto adquirente conocía el crimen sensacional, las últimas intervenciones en el Congreso o la cogida de un torero. Otra misión del encargado de la impresión era, llegada la madrugada, asomarse a la calle, otear el cielo y, con incongruentes nociones de meteorología, adivinar si iba a llover o no, atemperando a la bonanza la tirada de aquel día.
Lo importante del periódico ha sido la opinión, la interpretación de las cosas
Terminó la Guerra Civil y por no se sabe qué arcanos designios estúpidos los voceadores fueron prohibidos. Pasó algo similar con los disfraces del Carnaval, cuando alguien malició que tras las máscaras podrían disimularse feroces enemigos del régimen. Sin embargo -y lo sé por experiencia propia-, cuando el capataz de ventas madrileño hacía la factura de las ventas de El Caso en esta ciudad cargaba siempre una suma, prudente, bajo el epígrafe de voceadores, que nunca proclamaron nada, por no estar permitido.
Es un tema recurrente el de la supervivencia de los diarios y su posible desaparición ante el avance de Internet. No soy pesimista, pues deletrear el mensaje y leer un artículo son funciones diferentes. Los periódicos, por mucho que nos hayan aleccionado las películas americanas, no se limitan a dar noticias, que siempre acaban sabiéndose, otrora en las barberías, los mercados y otros mentideros. Lo importante del periódico ha sido la opinión, la interpretación de las cosas, poder subrayar un párrafo, arrancar una hoja o parte de ella, escribir un recordatorio en los márgenes, un sinfín de asuntos que no son posibles en la pantalla líquida de ordenador. Leerlo entre las apreturas del metro, comprarlo en una estación de tránsito, camino de Sevilla o La Coruña y envolver residuos de lo que sea. El diario es una opción. Internet, no.
No todos los días se producen el 20-N ni el 11-S, ni se rompe una presa o enchironan a un personaje conocido. El periodismo ha vivido siempre de lo que superficialmente podría considerarse el relleno, los artículos de fondo, los crucigramas, las onomásticas y las necrológicas. En esto último, francamente, se pasan, pues muchos periódicos nos dan pormenorizada noticia de la vida de un famoso intérprete de ocarina, fallecido en Boston, o el de un viceministro balcánico, muy conocido en su casa a la hora de morirse. Interesa a alguien el planteamiento de jugadas abstrusas de ajedrez o el atosigante sudoku, sin hablar de los anuncios por palabras, hoy envilecidos por la propaganda intrasexual.
Se pronosticó el fin del teatro con la llegada del cine y si muere el teatro será porque no haya autores que sorprendan y distraigan al espectador. También el cine iba a desaparecer comido por la radiotelevisión y lo que ocurre es que sobreviven las buenas películas; ahora, con las subvenciones, hay un empacho detestable de producciones que alejan al espectador de las salas. Cierto que el automóvil suplantó a los carruajes tirados por animales, porque fue una concepción nueva, muy parecida, formalmente, a su modelo previo. Supo transformarse, desde el cabriolé hasta el bólido de fórmula 1.
No es cuestión de transmitir noticias, repito, solo hay que trasladarse a los comienzos, cuando las portadas de los diarios eran meros mensajes publicitarios, salpicados con algún recuadro de actualidad. El periódico impreso enseña a leer, a fijar en la memoria el formato de las letras, la armonía de la palabra, algo que no se da en la pantalla. El artículo de opinión podría llegar a cambiar la del lector, tras una relectura reposada, el recorte previsor, las acotaciones propias. Aunque sea débilmente, estoy en desacuerdo con Juan Cruz cuando pronostica que la tecnología va a superar al oficio. ¡Si son la misma cosa!
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