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Columna
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Irreal Serrano

La calle estaba hermosa durante las obras, sin cubrimiento interior ni maquillaje alguno

Vicente Molina Foix

La primera vez que vi la calle de Serrano no me la creí. Claro que yo era un niño, y la calle no estaba delante de mí, sino retratada en una película que me había impresionado mucho vista en provincias y en el año 1961. Siempre es domingo no pasaba enteramente en esa calle, cuyo nombre y cuya fauna humana juvenil, los llamados niños de Serrano, figuraban como elementos centrales del argumento; de hecho, la escena más aparatosa e inolvidable consistía en ver el descapotable de esos vitelloni madrileños cruzar la Puerta de Alcalá no rodeando la plaza como los demás coches, sino atravesando alegremente el jardincillo, de parte a parte. Cosas que solo pasan en el cine.

La película en cuestión no ha pasado a la historia del cine, aunque su director, Fernando Palacios, que murió antes de cumplir 40 años, rodaba con gran solvencia unas comedias -calcadas de modelos italianos- que triunfaron en taquilla: El día de los enamorados, Vuelve San Valentín, Tres de la Cruz Roja, aparte de Siempre es domingo. Tenían repartos juveniles muy populares (y ahí siguen Carlos Larrañaga, María Luisa Merlo, Concha Velasco o Tony Leblanc, mezclados con la plana mayor de los cómicos de carácter de la época, Gracita Morales, Manolo Gómez Bur, José Luis López Vázquez), y tenían, sobre todo, una presencia muy viva de las calles del centro de Madrid, que al aficionado más, digamos, paleto, como uno casi lo era a la fuerza entonces en la periferia, le parecían lugares de ensueño o cuando menos de deseo. ¿Vivían los adolescentes realmente así en el barrio de Salamanca? ¿Tenía tanto desorden sentimental y tantas tiendas la calle Serrano?

Unos años después también yo cumplí la fantasía del provinciano y me planté en Madrid como quien dice (y decía irónicamente Gil de Biedma en un verso). Mis dos primeros cursos transcurrieron en una pensión de estudiantes de la calle de Guzmán el Bueno, que era lo más idóneo para tomar a diario el autobús de la Complutense. Por motivos que no vienen al caso, al tercer año dejé Argüelles e inicié mi larga y ya nunca interrumpida historia de amor inmobiliario con el barrio de Salamanca, una zona que ni me atraía al principio, ni me interesaba, ni me resultaba económica o conveniente (sobre todo a partir del momento, más tardío, en que fue perdiendo prácticamente todos sus cines). Ahora mantengo con él la relación propia de las parejas mayores que no se separan; el apego supera a la irritación de los roces, y la costumbre, un valor que adquiere sólido prestigio con los años, se convierte en el soporte de una idea de permanencia francamente confortable.

Me he sentido un poco traicionado por el lifting que le han hecho a la vieja dama de Serrano. Sin vivir nunca en ella ni en sus aledaños, se trata sin duda de la calle de Madrid con la que más trato físico he tenido, y de ahí que no me sintiera escandalizado este último año y medio pasado en obras viéndola con las faldas levantadas, sin cubrimiento interior ni maquillaje alguno y -en sus partes más bajas, allá por Jorge Juan- viéndole, porqué no decirlo, hasta los higadillos. Estaba hermosa en cueros Serrano, con esos filamentos rojos que trepaban por sus paredes desnudas, pero comprendo que los vecinos que se rompieron la crisma en las zanjas no conserven la misma imagen, entre idílica y sicalíptica, del largo proceso quirúrgico.

Serrano está, en su parte norte, a una distancia de mi domicilio que mis piernas pueden negociar sin necesidad de motor, y tiene cinco o seis tiendas que frecuento regularmente: una librería de viajes, una papelería nórdica (de precios que te hielan el alma), una tienda de ropa de marca española, y dos cortes ingleses comodísimos, aunque en uno de ellos, el de más abajo, siempre que entro salgo con un ataque de nostalgia: allí estuvo Marks & Spencer, y nunca lloraré lo bastante su pérdida, sobre todo en la rama de la alimentación y la lencería de caballero. He vuelto a pasearla tras la operación, y mis sentimientos de viandante son muy contradictorios: mixed feelings. Las aceras han crecido, es cierto, de un modo granítico que encuentro áspero, y la holgura se nota en la superficie, incluso estando aún a la vista muchas de las costuras y parte del instrumental. Gallardón tendrá mucho gusto musical, pero la verdad es que su sanedrín estético no acierta una, sobre todo cuando se quieren hacer los modernos. Las farolas en sí están bien, pero donde realmente lucirían es en la casa de uno: lámparas de pie con potentes focos para la lectura. Y qué decir de los bancos. El que no tengan respaldo es lo de menos. Lo verdaderamente atrevido es que parecen el resto de un mobiliario expresionista, con sus líneas en diagonal y esos extremos metálicos en cuadrilátero inclinado; si los observas fijamente, sobre todo desde enfrente, se siente un vértigo no muy distinto del que producían los decorados torcidos de Nosferatu. No podía faltar, naturalmente, siendo el alcalde del partido que es, el casticismo, y dónde mejor que en las macetas. Son enormes y feas, y las florecillas, sin ser nardos, nos traen la esencia de una realidad grandilocuente y cursi que habría que resistirse a llamar madrileña.

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