El convidado
Los tejados ponen a prueba la calidad de su construcción cuando cae sobre ellos una buena tormenta. Algo así pasa con los formatos televisivos. Hasta que el programa no se enfrenta al desastre, no se puede saber si resiste. Albert Om, que ha llevado durante años el programa de tarde en la televisión catalana, ha puesto en marcha un nuevo formato de entrevista, basado más en el encuentro, en la acumulación, que en la prisa. Se titula El convidat y consiste en que el presentador pasa un fin de semana junto al sujeto de estudio. En la primera entrega todo funcionó como un reloj, entre otras cosas porque Teresa Gimpera resulta ser una mujer interesante, abierta, expresiva, mágica. Pero fue en la tercera entrega cuando disfruté de verdad. Om se instaló en la masía ampurdanesa de Eduardo Punset y allí se produjo el desastre, la prueba de fuego del formato. Porque Punset estaba ausente, silencioso, algo ajeno. Resultaba más apasionante charlar con su asistenta, una cordobesa que estuvo décadas emigrada en Francia, con su nieta, con el farmacéutico, o con el párroco de La Bisbal. Todos ellos alumbraban el fuego de una interesante charla, mucho más que un Punset que fingía pensar, escuchar música, fingía no interesarse por las cosas terrenas y hasta fingía regar el jardín.
Pero en ese desierto, donde las expectativas nunca eran satisfechas, te dabas cuenta de que en un programa de entrevistas siempre se retrata más el entrevistador que el entrevistado. Porque quien hace las preguntas, muestra curiosidad, está revelando el campo de sus intereses, de sus dudas, de sus búsquedas, mucho más representativo de una persona que el campo de las certezas. Punset se conformaba con arrancar las respuestas con un calculado "qué fantástica pregunta", pero se deshinchaba después, como si la especialización del estudio sobre las emociones tuviera mucho del fraude universal de la autoayuda. Una sensación de vacío tan preciosa que era casi conmovedora. Tras la sesión de respuestas amables al Facebook, la agenda de conferencias y caricias mediáticas, se esconde un inmenso deseo de ser querido, de no morir, de necesitar la mirada, a ser posible joven, de los otros sobre ti. Esas sensaciones solo las puede provocar un programa fabricado con paciencia, que busca estirar las posibilidades del medio y no solo exprimir las más trilladas.
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