De Turgueniev a los Miliband
Los hermanos Miliband han competido por el liderazgo del Partido Laborista británico. Ha ganado Edward, el más de izquierdas, que ha sido un protegido de Gordon Brown; David debe su carrera a Tony Blair
La Gran Bretaña del siglo XIX y la Rusia zarista fueron dos naciones muy diferentes, pero en sus correspondientes literaturas se daba una sorprendente similitud: el conflicto entre agresiva modernidad y terco tradicionalismo dividía a las generaciones. Recordemos a Bazarov, el iconoclasta protagonista de Padres e hijos, de Turgueniev, y su permanente rechazo a todo lo establecido.
Ahora hemos asistido a un drama familiar en la política británica, la victoria de Edward Miliband sobre su hermano mayor, David, en su lucha por el liderazgo del Partido Laborista. Muchos describen al vencedor como más radical. Ciertamente, Edward ha sido un protegido de Gordon Brown, que encarnaba la rigurosa y calvinista exigencia de justicia social. David debe su carrera a Tony Blair y estaba claramente comprometido con el modelo de su patrón, el de un Reino Unido en favor del enriquecimiento.
Sus padres fueron supervivientes del Holocausto. Él, un teórico socialista
Edward debe movilizar a quienes ven moralmente repugnante un mundo de flagrante desigualdad
Consideremos otra paradoja familiar. Su padre, Ralph Miliband, que murió en 1994 cuando sus hijos estaban en un laborismo todavía en la oposición, fue un teórico socialista severo, incluso un moralista. Sus libros fueron muy leídos tanto fuera como dentro del Reino Unido. Adoptó una idea de socialismo que no se daba en la realidad de ningún movimiento, partido o Estado. Abandonó el Partido Laborista, aunque siguió manteniendo unas relaciones amistosas con Tony Benn y el fallecido Michael Foot, los herederos de la izquierda laborista. El padre de los Miliband evocaba la ascendencia espiritual del laborismo, el radicalismo democrático de los revolucionarios del Ejército de Cromwell y a utópicos como Robert Owen. Ese pudo haber sido un modo de construir una historia nacional con la que él pudiera simpatizar. Un asunto que, como veremos, tiene su miga.
Yo fui profesor en la London School of Economics and Political Science (LSE) entre 1953 y 1959, y Ralph Miliband era colega mío. Juntos dirigimos seminarios y participamos en el desarrollo de la Nueva Izquierda Británica desde 1956, cinco años antes de que algo parecido empezara en cualquier otro lugar de Europa y Estados Unidos. Ralph fue el último alumno del profesor Harold Laski, quien se vio a sí mismo como la conciencia del laborismo cuando asumió su presidencia en 1945, para humillación del premier Attlee y de sus ministros. Laski murió en 1948.
Cuando llegué a la LSE, estaba claro que algunos de sus altos cargos habían leído a Orwell. Estaban ocupados asignando el pasado radical de la institución al agujero de la memoria. Ralph era un inequívoco defensor de ese pasado y agradeció el inesperado refuerzo de un ciudadano estadounidense como yo.
En mi juventud la LSE había sido un lugar mítico y me sorprendió comprobar lo convencionalmente tecnocrático que se había vuelto, al modo decepcionante del Harvard de la guerra fría que había dejado.
Recuerdo a una joven alumna inteligente y vivaz que desde Polonia había llegado a Inglaterra como superviviente del Holocausto, Marion Kozak. Ella y Ralph se casaron en 1961. Para entonces yo había cambiado Londres por Oxford. En la cada vez más dividida Nueva Izquierda Británica, Ralph se unió a los estrictos defensores de un socialismo basado en el poder de la clase trabajadora. Otros se esforzaron por tener en cuenta el capitalismo consumista, la fragmentación entre las fuerzas laboristas y la globalización (representada en este punto por la hegemonía norteamericana).
Cinco años después emprendí mi vuelta a Estados Unidos para participar en el sindicalismo y en la fracción progresista del Partido Demócrata. Yo era un aliado de los grupos reformistas del socialismo europeo (socialistas franceses, socialdemócratas alemanes y comunistas italianos) hacia los que Ralph era tan escéptico. Ya no volvimos a trabajar juntos, pero fui un gran admirador de su integridad y tenacidad.
Naturalmente, visitaba a Ralph y a Marion cuando iba al Reino Unido. Su casa en Primrose Hill, entre el centro de Londres y Hampstead, era un punto de encuentro de la izquierda intelectual y política de Europa y Estados Unidos. Eran unos padres solícitos y cariñosos. Edward hizo prácticas con nosotros en The Nation en 1989, y recuerdo su talento para comprobar los datos de mis artículos así como su amistosa y asidua presencia. Tanto él como su hermano estuvieron en escuelas de Estados Unidos, esos crisoles notablemente imperfectos de lo poco que tenemos de conciencia nacional. En pocas palabras, pocas ilusiones habrán podido albergar sobre nosotros.
Ralph, que había llegado a Inglaterra desde Bélgica con su padre, un judío polaco, huyendo de los alemanes, sirvió en la Royal Navy. Después de la guerra tuvo que luchar para obtener un visado de residencia para su padre y visados de entrada para su madre y sus hermanas, protegidas por unos granjeros belgas. El estricto secretario del Interior ocupaba el despacho que ahora ocupa Edward. Mientras tanto, Marion, así como su madre y sus hermanas, sobrevivieron en Polonia (su padre y su abuelo fueron asesinados) con ayuda de otros. Ha habido recientemente un líder de partido que es judío (el conservador Michael Howard) y es muy improbable que el público británico pida ver el certificado de nacimiento de Edward. David y Edward son hijos del Holocausto, unos supervivientes salvados por la solidaridad humana.
Algo que para su padre siguió siendo un principio fundamental, y para su madre es un imperativo humanitario. David y Edward dicen ahora, acertadamente, que lo que les une es mucho más convincente que lo que les separa. El ascenso de ambos a responsabilidades ministeriales requirió de aptitudes diferentes a las que su padre expresó ampliamente en sus escritos. Los hijos intentan hacer del socialismo ideal que heredaron un proyecto factible en un mundo de rígidas limitaciones. Quizá dando la vuelta por completo a Turgueniev y a los novelistas victorianos y eduardianos: el padre exigiendo la reconstitución radical de todo lo existente, los hijos insistiendo en los límites establecidos por el pasado. No ha sido la primera vez, ni será la última, en que una madre haya mantenido el equilibrio pedagógico.
Edward ha hecho ahora su primera declaración, prometiendo dirigir la atención del laborismo no ya a los partidarios del New Labour que hay entre los banqueros de la City, los empresarios y, en general, las élites educadas, sino a una clase media económicamente agobiada. Sabe, por supuesto, que ningún partido socialista moderno puede tener éxito sin la considerable aportación de conciencia y realismo presente en los sectores más avanzados del capitalismo. A ellos pertenecen personas que encuentran moralmente repugnante vivir en una sociedad de flagrante desigualdad y de gran empobrecimiento cultural y social, y que, además, tienen una consideración positiva de las inversiones en infraestructuras sociales y de los incrementos de los estándares de vida del país. De un modo tristemente predecible, ya ha sido caricaturizado como Edward el Rojo y tachado de criado de los sindicatos, cuyos votos le condujeron a la victoria. "Mi padre no me consideraría tan rojo", ha replicado.
Lo que su padre reconocía en la Gran Bretaña de los años cincuenta, cuando yo le conocí, era una irritada preocupación por el cambio, una filistea aversión a los experimentos sociales y las grandes ideas. La evidente intención de Edward de enfrentarse a eso es su forma de piedad filial.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola.
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