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Columna
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Los gitanos madrileños

La persecución a los gitanos que corre por toda Europa nos recuerda los tiempos en que España expulsaba a judíos, moros, jesuitas, liberales y rojos en general. A los gitanos no los hemos expulsado (aunque Felipe II estuvo a punto de hacerlo), pero siempre hemos andado con ellos entre Pinto y Valdemoro. Al menos en Madrid, quien diga que no son objeto de racismo y xenofobia debiera revisar sus ideas de la realidad. Es cierto que el modelo de inclusión español es referente en Europa, según narraba ayer en EL PAÍS, Naiara Galarraga, en una crónica muy completa y equilibrada. Pero la verdad es que esa inclusión, a la hora de la verdad, se está realizando de forma muy pausada.

En Madrid hay miles de gitanos, algunos de ellos muy populares en la nación o en sus respectivos barrios. Solamente hace falta acercarse a El Rastro cualquier domingo para comprobarlo. Compran y venden lo que sea, sobre todo chatarra, muebles, cacharros y obras de arte. Algunas gitanas distribuyen flores por esquinas de la capital. Otras ofrecen ramitos de no sé qué y te sueltan la buenaventura. Ya no se ven apenas aquellos entrañables gitanos que tocaban la trompeta mientras una cabra bailaba encima de una escalera. Se buscan la vida como pueden y les dejan. Todavía hay gente que los mira de reojo, a no ser que sean ricos y/o famosos, que son unos cuantos en el foro. El sonido de Madrid se quedaría exhausto sin la música flamenca y gitana. La raza calé es parte importante en la capital, en nuestras costumbres, en nuestra forma de ser, en la cultura, en la memoria.

Cervantes los retrata de forma esquiva en el Quijote, pero su Gitanilla, con una presencia clamorosa del centro de Madrid, los pinta como gentes solidarias. Son muy suyos, igual todo el mundo.

La expulsión de gitanos que propone Francia es una barbaridad. Tiene que haber otra solución humanitaria y racional.

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