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Columna
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La larga vida

Da para pensar el diario repertorio de esquelas que aparece en algunos periódicos. Y la curiosidad se agranda porque, de unos años a esta parte, se impone la costumbre de publicar la foto del finado. Antes, en las esquelas, casi nunca había retratos. El lector realizaba su exploración sobre apellidos, hijos, parientes y parroquias, pero ahora, con los retratos, el espionaje se vuelve más preciso. Asombra el abismo que a menudo separa las fotos, en las que los extintos asoman en plenas facultades, y la avanzada, casi centenaria, edad que notifica el texto.

Los censores de Occidente (que son sus hijos peor criados) aseguran que a nuestra sociedad la gobierna el egoísmo, una inmoralidad feroz y desalmada. Dicen que la gente vive y muere sola, que los lazos de solidaridad se desfiguran, y que el individualismo campa por sus respetos. Pero es curioso que, en una sociedad tan cruel como dicen que es la nuestra, un porcentaje enorme de personas alcance tal longevidad. Uno se fija en las edades de los muertos, de nuestros muertos, y la sensación es abrumadora: 88, 87, 93, 90, 89 años... Es un perturbador desfile de siglos y siglos de experiencia, una hermosa constelación de sentimientos y recuerdos, un verdadero milagro, debería decirse, si uno tuviera la lucidez y la humildad de contemplar el pasado de la humanidad con honradez y sin prejuicios.

Alexis de Tocqueville observó que, en las sociedades prósperas, las diferencias sociales se hacen intolerables porque ya son pequeñas, y vaticinó que cuanto más pequeñas fueran más intolerables se harían. En la Edad Media ningún hambriento llegaba a sentir envidia de un caballero con montura porque la mera posesión de un caballo ya se le hacía inconcebible. Pero en nuestra próspera sociedad cualquier conductor de un utilitario considera una injusticia cósmica que a su lado, en el semáforo, asome un descapotable.

Cuanto más ricos seamos, y en un inaudito ejercicio de soberbia, consideraremos que vivimos en una sociedad más desdichada. Por eso, justicieros de tres al cuarto denuncian el tamaño del infierno en el que viven, aunque lo hagan sobre su ordenador personal, hablando al mundo desde un blog o una red social, mientras oyen a Mozart y disponen de una bebida fría a la izquierda del teclado. Definitivamente, el mundo desarrollado es un infierno, ellos lo saben muy bien.

Esta despiadada sociedad logra conducir a la mayoría de sus individuos a una edad que casi alcanza el siglo. Pero ellos contemplan con ridícula admiración y falsa envidia la autenticidad de sociedades primitivas donde ni siquiera había viejos porque todos morían jóvenes, y si los había, en muchos casos, eran sacrificados o abandonados, acuciado el grupo por la falta de recursos. Sí, los que proclaman "otro mundo es posible" ni siquiera son conscientes de que otro mundo ha sido posible ya.

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