No pienses, mira (hacia donde te indico)
El presente libro resulta de tan difícil adscripción a un género literario como su propio autor. Y de la misma forma que Rafael Argullol los ha visitado prácticamente todos a lo largo de su ya dilatada trayectoria (obteniendo resultados tan relevantes y reconocidos como el ensayo El héroe y el único o la novela La razón del mal, sin olvidar sus libros de poesía, su participación en proyectos teatrales y cinematográficos o su colaboración habitual en diarios y revistas), así también esta Visión desde el fondo del mar aúna ingredientes de pensamiento, narrativos o directamente poéticos. Lo hace en un sugestivo trenzado que, bajo la forma de un viaje inconcluso, va desplegando ante los ojos del lector lo que bien pudiéramos llamar un continuo de cápsulas significativas de experiencia. El resultado del despliegue, según nos anuncia Argullol desde el primer momento, ha de ser su autorretrato.
Visión desde el fondo del mar
Rafael Argullol
Acantilado. Barcelona, 2010
1.212 páginas. 29 euros
Pero conformarse con dicho anuncio, resumir con esa sola palabra el contenido de un monumental esfuerzo de algo más de mil doscientas páginas que ha tenido ocupado a su autor los últimos seis años, sin duda podría, por insuficiente, llamar a engaño o introducir confusión acerca de la naturaleza de la obra. Porque, conviene apresurarse a advertirlo, el autorretrato que en sus páginas se va dibujando es un autorretrato sin duda peculiar que, además de servirse de manera máximamente libre de múltiples recursos expresivos, como empezábamos diciendo, establece con el lector un inteligente juego de complicidades y distancias, de trampantojos y simpatheias, que constituye el orden profundo del texto, el entramado básico que permite recorrerlo como el niño persigue la línea de puntos, esperando que aparezca la figura prometida, o como el adulto se entretiene intentando encontrar en el trenzado de las hebras que tiene bajo sus pies ese dibujo de la alfombra al que hiciera referencia Henry James en su inolvidable cuento de idéntico título.
Argullol muestra y oculta, en ocasiones con un mismo movimiento, en un solo gesto. Inútil buscar aquí anécdotas sabrosas (habitual eufemismo para eludir la palabra chisme) o referencias a personajes conocidos o nombres más o menos ilustres. Inútil también esperar eso que, por desgracia, suele ser habitual en tentativas análogas: las exhibiciones narcisistas de ordenanza o los insufribles pavoneos de prima donna de algunos dietarios íntimos. Lo que en estas páginas se encuentra en juego es manifiestamente otra cosa. Se diría que estamos ante un ejercicio peculiar, específico, de aplicación a la propia vida de la máxima witgensteiniana no pienses, mira.
Porque hay en este libro una rara discreción, particularmente sorprendente (y, por supuesto, digna de agradecimiento) en una obra que alguien podría pensar, en primera instancia, que toma a su propio autor como objeto. Tal vez la sustancia de la sorpresa tenga que ver con que en realidad su objeto no es tanto el autor como lo que a éste le sucede o, más precisamente, lo que contempla (la dimensión contemplativa se encuentra presente en el texto desde su mismo título). Es ahí, en ese juego de desaparición (como yo) y reaparición (en lo tratado) donde probablemente reside la más clarificadora clave de lectura del volumen.
En ese sentido, Argullol parece invitar al lector simplemente a que mire, a que le acompañe de la mano en el viaje por las diversas regiones de su memoria. Pero todo recorrido es interesado, de la misma forma que no hay mirada inocente. No es banal ni arbitraria, sino que constituye pieza fundamental de la eficacia literaria del texto, la selección de muchos de los lugares evocados, cargados no sólo de recuerdos personales sino, tal vez sobre todo, de historia y de cultura en el sentido más amplio y rico de la palabra, selección a través de la cual el autor, sin necesidad alguna en muchos casos de explicitarlo, habla de sí mismo a base de mostrar sus preferencias y sus intereses, sus gustos y, por qué no decirlo, alguna de sus pasiones.
Aludíamos al principio al carácter inacabado del viaje aquí descrito. En el fondo, no podía ser de otro modo. La vieja idea, conocida ya por los griegos y reiterada desde entonces por tantos autores, según la cual sólo tiene sentido hablar de la vida feliz (o definitivamente desgraciada) de alguien después de su muerte, no parece haber perdido un ápice de su valor. Borges, de hecho, no cesaba de repetir la frase: "sé muy poco de mí; ni siquiera sé la fecha de mi muerte". Por ello, este libro, que el propio autor termina arrojando imaginariamente al fuego -eso sí, mientras no puede dejar de continuar escribiendo para contarnos la sensación que le produce verlo arder (un poco a la manera del pintor renacentista cuando le suplicaba a su mujer, que le reclamaba que acudiera a la mesa, donde ya tenía la comida preparada, "¡sólo un ángel más!")-, se cierra con un brindis. Ambiguo y juguetón hasta el final, Rafael Argullol no nos dice por qué brinda.
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