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Columna
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Adiós, Guadalquivir, adiós

El río Guadalquivir no va entre naranjos y olivos, sino que discurre por los pasillos del Tribunal Constitucional. Un río de tinta ennegrece sus aguas, unas voces ajenas lo pueblan. La sentencia, al parecer, está dictada: el Guadalquivir no es andaluz.

Teníamos que haberlo previsto cuando leímos la sentencia del Estatuto catalán y algunos reveladores votos particulares de este singular tribunal, más preocupado por defender sus convicciones políticas y morales que por el ajuste jurídico de nuestra legislación. En ella, algunos de sus autores exhibían con indisimulado desparpajo, que el Estado de las autonomías no es una forma de Estado con una distribución competencial descentralizadora sino un modelo jerárquico y excluyente.

Consideraba, además, este ínclito tribunal que los artículos de los Estatutos que no sean copia literal del texto constitucional, son una atribución unilateral de competencias o, en el mejor de los casos, una simple declaración de intenciones sin vinculación alguna. Olvidaron, por completo, que los Estatutos están sujetos a una larga y penosa tramitación en el Congreso y Senado, y que su texto definitivo es un acuerdo político y jurídico entre la Comunidad que lo propone y las instituciones representativas de la soberanía nacional.

Claro que el Constitucional suele olvidar demasiadas cosas. Los mismos redactores de estas sentencias, se expresan con términos morales en temas como la nueva ley de aborto. Han estado a punto de paralizar la ley e incumplir sus propias normas. Han escrito afirmaciones tan penosas como que no se puede dejar unilateralmente en manos de las mujeres la decisión de abortar, o que el derecho a la vida es contrario absolutamente a una ley de plazos. Alguno de ellos ha avanzado que, llegado el caso, votará "en conciencia". O sea, que no lo hará por motivos jurídicos ni constitucionales sino por sus creencias, sus perjuicios o su orientación religiosa. Una declaración que en cualquier país democrático sería motivo de escándalo.

Si finalmente, el Constitucional resuelve la inconstitucionalidad de las competencias andaluzas del Guadalquivir, habrá puesto el cartel definitivo de "abandonad toda esperanza". El artículo 51 del Estatuto de Autonomía para Andalucía tuvo varias redacciones para evitar cualquier viso de inconstitucionalidad. Su redacción circunscribió las competencias andaluzas a las aguas, para respetar la unidad de cuenca que exige la legislación. Estableció con claridad que se refería a las aguas que transcurren por el territorio andaluz; concretó que la planificación general, las obras públicas de interés general y la protección del medio ambiente corresponden a la Administración central y, para que no existiera duda afirmó que, todo ello, dentro de lo previsto en el artículo 149 de la Constitución.

Una sentencia contraria a este artículo del Estatuto de Autonomía no estaría fundada en motivos jurídicos, sino estrictamente políticos e ideológicos. En voz baja se argumenta que tras la sentencia del Estatuto catalán, el texto andaluz no puede pasar incólume. Se comenta, también, que la competencia exclusiva sobre el Guadalquivir -aún con todas sus limitaciones- supone un precedente peligroso en la batalla del agua que enfrenta a algunas comunidades. Los argumentos carecen de base jurídica y suponen una manipulación política. Andalucía no ha formado parte de la guerra del agua, siempre ha estado dispuesta a afirmar el criterio de solidaridad y de reparto de recursos. El Guadalquivir no solo transcurre en más del 90% por tierras andaluzas, sino que al hacerlo en su ciclo bajo, ninguna decisión andaluza podría menoscabar el caudal o los aprovechamientos de otras comunidades. ¿Por qué, entonces, mutilar el Estatuto andaluz? Mal asunto cuando los intérpretes de la Constitución consideran que la forma de defender al Estado es humillar a las comunidades autónomas.

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