¿Qué le pasa a Europa?
La historia europea de los últimos años ha ido mostrando la insuficiencia de sus avances en casi todos los planos en que se producía. O mejor dicho, cada avance era seguido de la constatación de su insuficiencia. Así, por ejemplo, la conquista de una moneda común sin una convergencia de las economías reales de los 16 países que la adoptamos ha puesto de manifiesto la necesidad de una política económica europea, que incluya la integración de las políticas financieras y presupuestarias de la zona euro y una política fiscal común o mínimamente coordinada. La crisis ha evidenciado que las necesidades de gobernanza económica de la Unión son inaplazables e imprescindibles.
Con la ampliación al Este y al Báltico, ha pasado algo parecido. Un éxito incuestionable como es la unión política de 27 naciones y la creación de un mercado común de 500 millones de personas ha puesto sobre la mesa las dificultades de una Europa intergubernamental, incapaz de gestionar esa complejidad y ese puzle de intereses nacionales cruzados. La necesidad del "método comunitario" para gobernar la Unión se hace así cada vez más imperiosa.
La respuesta al informe de Felipe González ha sido un silencio suicida
¡Qué malo es combatir a la ultraderecha asumiendo sus banderas!
Podríamos seguir con más ejemplos. A la libertad de circulación y a la supresión de las fronteras de Schengen le ha seguido una necesidad, cada día más evidente, de coordinación policial y judicial en el llamado ámbito de la libertad y la seguridad europeas. A la insuficiente coordinación de la política exterior europea, le ha seguido siempre como compañía inseparable la necesaria convergencia de las Fuerzas Armadas de los Estados miembros, para dotar de coherencia a la acción exterior y para lograr ahorros económicos y eficiencias operativas. Esa dialéctica exigente de avanzar, como el pedaleo del ciclista, ha guiado en gran parte la historia de la Unión Europea y sigue hoy impulsando la mayoría de sus principales retos.
A finales de 2007, al tiempo que el Consejo Europeo resolvía con el Tratado de Lisboa el grave conflicto institucional abierto con el fracaso de la Constitución Europea, el mismo Consejo encargó a un grupo de reflexión, presidido por Felipe González, la elaboración de un informe sobre los retos y las soluciones de la Unión Europea en los próximos 20 años. El informe ha sido presentado al Consejo en junio pasado como Proyecto Europa 2030 y un espeso y sonoro silencio se ha hecho sobre él.
Esta es mi primera sorpresa: ni el Consejo, ni la Comisión, ni el Parlamento europeos han dicho una palabra sobre el contenido del informe. Ningún presidente de Gobierno, que yo sepa, se ha pronunciado y la mayor parte de la prensa europea ha omitido comentarios o valoraciones sobre el famoso informe.
Sin embargo, el diagnóstico que los sabios europeos nos ofrecen es casi dramático: envejecimiento demográfico; necesidades de una inmigración casi masiva que no sabemos ordenar ni integrar; dependencia energética; competencia a la baja que cuestiona el pleno empleo y el Estado de bienestar; desplazamiento hacia Asia de la producción, del ahorro... y de la innovación y la investigación, sin contar con las amenazas ya sufridas del terrorismo y el crimen organizado.
"Lo que vemos no es tranquilizador para la Unión y sus ciudadanos", dicen los expertos. Y nos aseguran que, de no reaccionar "juntos y desde ahora" acabaremos siendo una especie de península colateral del nuevo centro de gravedad económico del mundo que se desplaza a velocidad vertiginosa hacia Asia.
Es verdad que el documento no descubre nada que no supiéramos o intuyéramos, aunque, eso sí, sistematiza y cuantifica las razones de las alarmas. No lo es menos, que el informe establece soluciones tan conocidas como difíciles de articular: cambiar las tendencias de la I+D+i, reformar nuestro sistema universitario, reformular nuestro modelo laboral y de bienestar, etcétera.
En mi opinión, sin embargo, la importancia del informe noradica tanto en las novedades o en las soluciones, sino en la contundencia de su diagnóstico, en la rotundidad de las cifras y de los parámetros que configuran nuestras tendencias y en la seguridad con que 12 expertos, libres de toda sospecha y acreedores de toda solvencia, nos aseguran el caos a medio plazo si no reaccionamos ya.
La falta de reacción europea a este informe es ominosa y suicida. Y, desgraciadamente, no es ceguera lo que sufrimos, sino incapacidad. Francia y Alemania no se entienden para el liderazgo europeo que les corresponde y que necesitamos.
Durante el verano, la Comisión y el Consejo han desaparecido literalmente, ausentes Barroso, Van Rampuy y Ashton de toda presencia pública.
Bélgica y Holanda no pueden formar Gobierno, fracturada la primera por el separatismo flamenco y dividida la segunda en su sistema partidario, que hace depender su estabilidad de un partido islamofóbico y de su actitud ante el islam. El Eurobarómetro nos muestra que el espíritu europeo, la fe en Europa y en la necesidad de su construcción, languidece peligrosamente en los principales países que la fundaron. Viejos problemas nacionalistas asaltan la difícil convivencia de etnias en la Europa central desmembrada después de 1920 y, para ayudar, el Gobierno nacionalista húngaro promete una ley que devuelva esa nacionalidad a los más de tres millones de antiguos ciudadanos de aquel país del viejo imperio, reabriendo los conflictos interétnicos en sus países vecinos.
La extrema derecha o la derecha nacionalista se ha hecho demasiado presente en los Parlamentos europeos y para terminar, y para colmo, varios países europeos expulsan a los gitanos a Bulgaria y a Rumania. ¡Qué malo es eso de combatir a la ultraderecha asumiendo sus banderas!
Decía no hace mucho Jacques Delors, el añorado europeísta francés, que Europa, después de los bomberos (ante la crisis financiera), esperaba ahora a los arquitectos. Yo creo que los arquitectos ya nos han dibujado los planos de la Casa Europea y lo que verdaderamente necesitamos, lo que verdaderamente se echa en falta, son capataces, jefes de obra, líderes que nos pongan a trabajar en este edificio imprescindible que tenemos que construir sí o sí, para que nuestros hijos no vivan desguarnecidos o para que no se vayan a otra casa a buscar su futuro y su vida.
Ramón Jáuregui es diputado socialista en el Parlamento Europeo.
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