Realidad virtual
En el punto en que la calle en la que vivo se funde en otra en plan afluentes de los ríos de la Península, y cambian las dos de nombre, y después van a dar a una plaza, que es el morir si se cruza temprano y aún huele a la fiesta de la noche anterior, en ese punto, colapsando la acera con exactitud geométrica, se encuentran dos mujeres. El azar las ha depositado allí, ni un metro allá ni un metro acá, con escuadra y cartabón, obligándote a invadir la calzada y rodear su cháchara. Escucho mientras busco el contenedor del papel, a una distancia que sus voces se pasan por el forro del entusiasmo y que permite intuirlas desde mi portal, replicarles a su altura y no perder el hilo mientras doblas el cartón para que ocupe menos. Se conocen desde hace tiempo, deduzco, aunque la tatuada -de los nombres, sabrán disculparme, nunca me enteré- se mudó a dos calles justo antes de las fiestas, dato que desconocía su amiga la de la bolsa de tela llena de hortalizas, y que ambas celebran con jolgorio infinito. "No estaba mal en el piso anterior", se lamenta la recién llegada según las notas que tomé al subir a casa, para entrecomillar sin miedo, "pero el nuevo me gusta más, y esto sí que parece un barrio".
"Esto sí que es un barrio", dijo la mujer con alivio ante las cervecerías disfrazadas de tabernas
Si rascas para ganar quizá debas conformarte con la mancha en la yema del dedo; bajo el telón plateado, antes de chocar con la moneda para descubrir el premio, figura el mercado que rebosa encanto como figura del sentimiento, y que se llama centro comercial como figura jurídica, y figuran las cervecerías reformadas de ayer aunque empeñadas -por el solado con azulejos y los parroquianos- en disfrazarse de tabernas de anteayer, imagino que por la revalorización de lo vintage. "Esto sí que parece un barrio", celebraba ella con alivio, y ya borraba de su rutina las avenidas de varios carriles por sentido, las cafeterías que aúnan modernidad y platos bautizados con 10 palabras, tan franquicias como las de esta misma calle, pero sin el toque de barrio de mentira.
Me deleité, y lo digo de verdad, con la visión de aquellas dos mujeres incorporadas a la categoría de vecinas de barrio no por acciones, sino por sugestiones: entreví -tatuaje arriba, tatuaje abajo- una billetera sujeta bajo la axila, igual que las señoras con las que mi madre coincide en la pescadería, y entreví también apio y calabacines y flores para el salón, y las llaves en la mano de quien baja al lado, nada, a por unas cosillas que se me olvidaron ayer, sin iPod ni móvil, desnuda, como los hijos de la mar.
Se abre el telón, las amigas conversan: la película se titula Realidad virtual. Esa sensación de familiaridad, de anunciar que esto sí es un barrio y lo de antes no, de faltarte sal y llamar a la puerta de al lado, o de necesitar una barra de pan y no tener suelto y que te fíen en la tienda de abajo -distancias de barrio, ¿no?-, donde ya te conocen, se solventaría con un golpe de efecto en los últimos minutos. Un protagonista enterrado y con su misa sin intuir siquiera el túnel y el ven hacia la luz, un secundario menea que te menea con el laberinto de la memoria; cualquier pirotecnia de guión hollywoodiense. O mejor: esta calle es el limbo, o un no-no-que-no-lugar, y en nuestra falsa realidad, la acera y los coches forman parte de un barrio, y en la realidad verdadera, la de pellizcarse y sentir dolor y pagar las facturas cuando toca, la tatuada jamás escapó de su vivienda en el no-no-que-no-barrio, o lo consiguió después de que la atropellara un coche tuneado, y la amiga de la bolsa de tela se asfixió con una de plástico, y yo tropecé con ese bordillo que siempre olvido y que -ya me lo advirtió mi novio- un día o susto o muerte.
Deshaciendo el camino reconocí en una de ellas el deje del sur, del norte en la otra. Ya somos tres: supuse -mi gran teoría del martes: la del miércoles, el punto exacto de pan y tomate para el salmorejo- melancolía en ellas, necesidad de acoplar entorno y recuerdos, de identificar como barrio un montón de bloques de pisos y unos bares y unas tiendas y a la que va al contenedor de papel despacito, despacito, rollo penitente. Las mujeres que en el barrio de mi infancia, cuando no existía el cambio climático, renegaban del aire acondicionado y apostaban por las sillas y el vasito de gaseosa muy fría en la puerta de casa, ¿dónde las instalaríamos? ¿En las aceras mínimas, sobre la doble capa de mugre en fila india, obligando a los peatones al kamikacismo? ¿Algún jardín cerca? ¿Qué nombres, qué apellidos conocemos, sin contar los de los buzones ajenos mientras abrimos el propio? "Esto sí que parece un barrio", y me gustó la duda de su verbo, el nombrar mirando de reojo a que no pueda ser -que esto parezca un barrio, y no sea un barrio-, convertirme en la vecina cotilla y demorarme cuando las llaves siempre están en el bolsillo derecho, creyéndome que sí cuando es que no.
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