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Columna
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Invitados y desdentados

El síndrome posvacacional parece una de las dolencias psicológicas menos serias, para qué nos vamos a engañar: afecta a los que vuelven de vacaciones, lo que significa que quienes lo sufren las han gozado. Es un síndrome de primer mundo, de sociedad del bienestar: se refiere al regreso de ese periodo de descanso y desconexión que merece cualquier persona que ha trabajado antes, lo que significa que tiene trabajo. Ahí radica la paradoja de su levedad: es insoportable y vergonzante a la vez. Pero si esa clase de mundo (primera clase) ya no es lo que era, si ese tipo de sociedad (la de estar bien, gracias) se encuentra en crisis, podríamos pensar que el síndrome posvacacional debiera desaparecer. Y no, las cosas de nuestra psicología no funcionan así: lejos de alegrarnos por volver a casa (¡tenemos casa!) y por retomar el trabajo (¡tenemos trabajo!), nos embarga la angustia y luchamos contra el desánimo. Por mi parte, lo reconozco. Claro que si lo que sucede es que se vuelve a Madrid, tal sufrimiento no es de extrañar: no volverás a ver un árbol fácilmente, si es lo que te desconsuela; no volverás a sentarse en una plaza umbría, si es lo que te produce asfixia; no volverás a ver crecer la hierba, si es lo que te exaspera; no volverás a oír cantar a los pájaros, si es que quedan, ni tampoco el silencio, que no hay. Las intervenciones urbanísticas que el Ayuntamiento está haciendo en Madrid son para deprimirse, por más que nos quiera vender la moto de la modernización y eso se nota más al regreso, con la perspectiva que da el haberse alejado y la mala leche que pone el tener que volver.

José Luis Guerin dibuja en su nueva película planos que parecen carboncillos de Goya

Pero justo al día siguiente de caer de nuevo en esta ciudad que amamos porque perversiones hay para todos los gustos; cargando encima la batería al completo de síntomas del síndrome de marras; echando, podríamos decir, pestes sobre la peste, recibí una invitación que atenuó el malestar y me insufló un cierto interés por la vida de aquí. Era una invitación para asistir a un pase de Guest, la nueva película de José Luis Guerin. Sería a las doce de la mañana en Fotofilm. La cosa prometía porque Guerin siempre promete: yo juraría por su verdad poniendo mi mano sobre cualquiera de las Biblias que, por cierto, aparecen en su película.

Fotofilm Deluxe es un laboratorio cinematográfico, hijo natural de aquel Fotofilm Madrid de los cincuenta por el que pasaron los más grandes maestros de nuestro cine, como Buñuel o Berlanga. Ahora se ha modernizado y ha incorporado servicios digitales y todos los adelantos tecnológicos necesarios a la industria actual, pero alguien ha tenido el buen gusto de conservar en la fachada de la calle del Pilar de Zaragoza el rótulo con el logo original (o, al menos, lo parece). Así que ese rótulo cincuentero fue lo primero que alivió los síntomas que yo llevaba. Me alegró que se conservara, si es que es así, o que se mantuviera esa estética, un estilo que respeta el bagaje de un lugar, lo que nos ha dejado, y que evoca lo mejor de otros tiempos. Justo lo que no hacen sus gobernantes con la destripada Madrid, obligada a desmemoriarse.

La segunda alegría fue encontrarme allí con la periodista María Guerra, que ahora está en el festival de cine de Venecia, como la película de Guerin, y con Abraham Rivera, que colaboró con José Manuel Costa en el comisariado de la exposición Arte sonoro, una de las más rigurosas y sorprendentes que se han visto por aquí en los últimos tiempos (estuvo en La Casa Encendida hasta principios del verano), y la primera con su contenido que se ha presentado en Madrid. En fin, que hay cosas que solo pasan aquí y gente que solo encuentras aquí, me dije, así que entré en la sala de proyección con algún síntoma menos.

Y entonces pasó lo que siempre pasa con Guerin: un milagro. El milagro de la belleza en la pantalla. El milagro de la inteligencia: su mirada y su trazo. Una vez más, Guerin cede su objetivo a los desposeídos y vuelve a humanizarlos, en un acto de justicia y de ternura que, sin embargo, no tiene nada de panfleto ni peca de ternurismo. Pero, además, Guerin dibuja planos que parecen carboncillos o grabados de Goya, qué maravilla. Es difícil encontrar más desdentado por milímetro cuadrado de película y es improbable ser capaz de dignificar tanto semejantes bocas. Consiste en permitirles la voz: en tener los ojos y el corazón de un artista.

Le debo a Guerin, pues, varias cosas. Primero, que aliviara mi síndrome de occidental blanca y burguesa, y me convirtiera en una invitada de lo que hay que ver, como es un invitado él (guest) en cada una de esas ciudades a las que acude porque se celebran festivales de cine y, después, en cada una de esas plazas, de esas casas, de esas vidas que le invitan a salir del circuito oficial. Después, he de agradecerle que me haya hecho mejor: en la plaza de Chueca, al lado de mi casa, se reúne a diario un grupo de gente visible pero poco vistosa. Son visibles porque están ahí, aunque no queramos mirarlos, y son poco vistosos porque lo que suele oírse es su voz alcoholizada, a veces bronca, una voz desdentada. No me gustan. Me desagradan. No quiero escucharlos: siempre he pensado que no me interesa lo que puedan decir. Hasta que vi la película de Guerin. Hasta que sentí la culpa, bíblica, de la que nos habla. No hay que irse a Lima, La Habana o Bogotá: basta con aceptar su invitación a mirar a nuestro alrededor. Ya verás cómo se te pasan todos los síndromes posvacacionales.

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