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Columna
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Donantes

El atardecer de un hombre es el amanecer de otro. Esta sentencia, que retrata la rueda implacable de la existencia, resulta todavía más clara si pensamos en la donación y el trasplante de órganos. Ocurre cada día, ocurre en cada hospital: una parada cardiorrespiratoria en la calle, un accidente de tráfico, una muerte encefálica... Llega el médico y comunica la terrible noticia a la familia destrozada. Se retira respetuosamente. Pasados unos minutos, reaparece, acompañado tal vez del coordinador de trasplantes. Con delicadeza extrema, se explica: los órganos del fallecido están sanos y pueden servir para otras personas; la decisión ha de tomarse ya. Podemos imaginarnos lo que pasará por la cabeza de muchos de esos familiares. El ser querido con el que posiblemente ese mismo día han compartido el desayuno, ese que se ha despedido haciendo una broma, no sólo está de repente muerto, sino que nos piden permiso para despiezarlo, para sacar alguna utilidad de su cuerpo...

Tantas y tantas cosas que pueden pasar por la mente dolorida y, sin embargo -y ahí está lo grandioso-, la mayoría de las familias en nuestro país dicen que sí. Que sí, que sí están dispuestas a donar los riñones y el resto de órganos para que un perfecto desconocido, del que nada saben ni podrán saber, amanezca. Es un acto de generosidad del que poco se habla, humilde y silencioso frente a los males y las injusticias siempre tan vocingleras y espectaculares. España ostenta desde hace ya bastantes años el liderazgo mundial en donación de órganos (34,4 donaciones por cada millón de habitantes) Y por comunidades, Euskadi está en el grupo de cabeza (38,5), junto con Cantabria, La Rioja y Asturias. Superamos por mucho la media estadounidense (26,3) y duplicamos la europea (18,1). El año pasado, por ejemplo, la donación de órganos (116 de riñón, 49 de hígado, 9 de corazón, 14 de pulmón) salvó 188 vidas en Euskadi.

Es difícil saber cuáles son las razones de ese éxito. Por una parte, el modélico funcionamiento de la Organización Nacional de Trasplantes, un organismo eficaz que realiza también una importante labor de concienciación; por otra, el sistema público de salud, universal y gratuito. Pero es evidente que tiene que haber más, un cambio de mentalidad que está diluyendo los frenos religiosos o culturales que fomentan el rechazo. Mi impresión es que cuanto menos creemos en la otra vida, en la vida eterna, más agradecemos que se nos ofrezcan otros consuelos. Consuelos más mundanos y, desde luego, más reales, pero también trascendentes. Y la posibilidad de que mi muerte o la de un ser querido pueda servir, sin embargo, para ayudar a vivir a otra u otras personas es un pequeño consuelo, un hermoso consuelo. No es la inmortalidad, no es la eternidad, pero tampoco es la nada. Así, la rueda implacable sigue girando, enredando atardeceres y amaneceres.

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