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Columna
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La vida de siempre

Ayer me contó un amigo que se marcha a la sierra alpujarreña a hacer quesos y orujo. No temporalmente, no mientras disfruta de unas rezagadas vacaciones, sino para siempre, junto a sus dos niños pequeños y a su mujer. Sus últimas ocupaciones habían sido las de ventrílocuo y profesor de claqué. Me hablaba al borde de la piscina de la urbanización donde aún residen nuestros padres. Allí, sin camiseta, con el pelo del pecho algo canoso, todavía estaba dispuesto a que septiembre resultase el principio, no del curso, sino de una nueva existencia, de una vida virgen alejada de Madrid y, sobre todo, de sí mismo, de quien había sido hasta ese momento.

Todos tenemos fantasías escapistas. Convertirnos un día en el Houdini de nuestras rutinas y fugarnos repentinamente a un escenario nuevo, inverosímil, a practicar una tarea liberadora. La famosa aspiración de montar un chiringuito en la playa de un país sin invierno es la realidad de algunas personas que consiguen tomar suficiente perspectiva sobre su cotidianidad, sobre los valores de su existencia, como para considerarlos perfectamente canjeables por otra experiencia. Hombres y mujeres que creen que el cambio es una ganancia en sí mismo, como ocurre con la moneda de un país económicamente devaluado.

Los que ahora nos volvemos a citar con una rutina inalterada hemos de sentirnos afortunados

Ahora que comienza otra temporada laboral, superada la calurosa amnesia de agosto, encaramos la repetición. Nos reencontramos con nuestro día a día como con nuestro coche: conocido y gastado, quieto en la orilla de la acera esperando a ser arrancado. Sin embargo hoy el regreso al trabajo no debería ser un acontecimiento obvio y, menos aún, traumático. La crisis ha varado a mucha gente en el paro, todos tenemos amigos o familiares para los que el inicio de un (otro) septiembre sin ocupación sí es realmente una contrariedad. Quienes aún conservamos el empleo tendríamos que interpretar nuestro retorno como una nueva oportunidad, no tanto como una existencia reinventada en la montaña o la playa, pero sí como una ocasión para obtener un inédito provecho profesional y vital.

Un ingrediente importante de la receta de la felicidad es hallar la satisfacción en los pequeños detalles. Incluso en la ausencia de detalles. En estos tiempos económicamente convulsos tiene más sentido que nunca la frase: No news is good news ("Que no haya noticias es una buena noticia"). El lema es algo pesimista, pero hoy la actualidad también lo es. Los que ahora en septiembre nos volvemos a citar con una rutina inalterada, ilesa de catástrofes laborales y, por supuesto, personales, hemos de sentirnos afortunados. Un nuevo año en la oficina no tiene por qué resultar una maldición, otra barrita arañada en el yeso de la pared de la prisión de nuestra vida.

Pocos tenemos el arrojo de abandonar Madrid. Casi todos hemos soñado con cambiar el guión de nuestros días, con reinventarnos en Capileira o Manhattan aunque seguimos aquí. Pero no deja de ser un reto organizar una microrrevolución en nuestra rutina, dinamizar nuestra vida de capital. No se trata únicamente de cumplir con los tradicionales consejos de comer más verdura, apuntarnos (y esta vez, además, ir) al gimnasio, dejar de fumar o pasar más tiempo con los niños. Sino que el desafío consiste en conseguir que Madrid sea un poco Nueva York o un poco el chiringuito de batidos tropicales. ¿Cómo? Conociendo nuevos restaurantes, recuperando viejos amigos, logrando la felicitación de nuestro jefe, visitando más exposiciones los sábados por la mañana, escapándonos a casas rurales, practicando más sexo, vistiendo ropa atrevida, acudiendo al estadio, hablando prolongadamente con nuestros padres, tocando la guitarra, leyendo en los parques, durmiendo la siesta, riéndonos bajo un chaparrón.

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Mañana es 1 de septiembre. Va a sonar el despertador. Al abrir los ojos probablemente desearemos estar en cualquier otro lugar del mundo, incluso al lado de una persona distinta y, casi con total seguridad, anhelaremos acudir a un empleo diferente. Sin embargo detrás del pitido infernal de las siete no habrá más sueños, ahí estará la vida de siempre y abajo, en la calle, el coche de siempre. Mañana, después de darle al snooze del despertador, durante esos minutos de tregua entre alarido y alarido digital, piensen un momento en esa frase: "La vida de siempre". Quizá sea una buena noticia.

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