SUBLIME CONFESIÓN
Si empiezo esta columna diciendo que me gustan los efectos especiales la vas a dejar de leer, así que voy a empezar de otra forma. Yo, señor, me bauticé a corta edad en el Astoria y el Albarrán, los dos cines de mi barrio, en el culto a Ford, Cuckor y Hawks, no rezo a más trinidad que la de Wilder, Hitchcock y Allen, sueño a menudo con El Río del francés y con las Fresas Salvajes del sueco, me deslumbran tanto la oscura Europa de Lars von Trier como el hechicero Cielo sobre Berlín de Wim Wenders, y he sido tan fiel a Éric Rohmer como lo pueda ser un descreído atávico. Tengo los papeles en regla.
Y además me gustan los efectos especiales. No es mi única rareza. Soy el único español al que no le gusta la tortilla española, por ejemplo. Ni el gazpacho, ya que me lo preguntan. "Mis únicos dos vicios son leer la Encyclopedia Britannica y no leer a Enrique Larreta", como dijo Borges en un anuncio que no aumentaría las ventas de la britannica, pero informó al mundo de la existencia de Enrique Larreta, y no de la mejor de las maneras.
El quinto elemento, del francés Luc Besson, cuenta una historia tremebunda, con cohetes alienígenas asesorando a curas egipcios y Bruce Willis salvando el mundo con una piedra, es increíble. Pero habré visto cien veces una secuencia en que los coches vuelan por calles virtuales entre los rascacielos de Manhattan. Bruce es un taxista y brilla en ese papel: sale del garaje metiendo el morro hasta que alguno tiene que dar un frenazo, da la vuelta en plena Quinta Avenida haciendo la del taxista, que se dice, se enzarza en una bronca con el conductor de al lado, un papelón. Todo ello ocurre hacia el piso 70, con coches volando por todas partes. La secuencia fue una prueba de estrés para los técnicos en efectos especiales que contrató Besson. Tardaron meses en superponer todas esas capas de coches a distintas alturas.
Soy madrileño, y las dos estampas más bellas de mi ciudad son producto de los efectos especiales. Tienen mucho en común: son los planos iniciales de Abre los ojos, de Amenábar, y el famoso e indescriptible cuadro Gran Vía, de Antonio López. Lo llaman hiperrealismo y no ven que esas calles sólo existen en un universo paralelo.
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