'HARDWARE' MOJADO
Puedo empezar como en un mal cuento erótico. O una buena película porno. Los tópicos del género siempre reconfortan. Y la verdad, facilitan: el plazo y la extensión que me dan en el periódico obliga a no andarse por las ramas.
La hora, lo primero: la del lobo y de la siesta de un domingo parecido a este: el más tórrido de un agosto salvaje que ha espantado de Madrid a madrileños y hasta a japoneses.
Y qué más. Lo de siempre, que nunca falla. Un telefonillo que me franquee el portal sin preguntas, una puerta entreabierta, un ático de sofás planetarios, persianas bajadas y alfombras de leopardo, un hilo musical deshilachado, una silueta de mujer acercándose en la penumbra -mucho más joven, cien veces más guapa, con mil curvas más de las que permitía imaginar, en el capítulo anterior, su voz al teléfono-. Y conste que tengo mi imaginación y que esa voz me habrá sonado ya muy permisiva.
Y sí, claro, otro clásico: un técnico tímido, a domicilio. Yo mismo, por qué no, con gafas de atrezo. Tendré que valer como protagonista de emergencia: no hay nadie más a mano. Digamos que en este cuento me saco durante los veranos dinero para vicios invernales tirando de una supuesta habilidad para la informática. Y exagerando al anunciarme en Internet como genio precoz del arreglo de ordenadores rebeldes.
El de la chica estará difícil, pero no estropeado. Su dueño ausente se habrá ido de viaje después de bloquearlo con claves secretas que impiden a mi clienta abrirle los archivos. Ella misma, por teléfono, un rato antes, me habrá ofrecido el triple de lo que cobro (ojo, mirar esto: ni idea de lo que pagan por hora a los peritos informáticos) si ofrezco rápido las contraseñas y no pido explicaciones.
Luego me las dará de todas formas, con cuentagotas, mimosa o vengativa, en el despacho de ese piso donde trabajaré sin prisa -y realmente confundido por unas claves endemoniadas para mis dotes pobres de hacker-rodríguez-. Se acercará con la excusa de ofrecerme refrescos recalentados por sus miradas ardientes, el roce de sus pechos, su aliento contra mi nuca al acercarme el vaso (atención: ser muy gráfico en esta parte). El ausente puede ser un novio atorrante, un amante impotente, un marido importante. Ella sospecha -o espera- traiciones y teme -aunque desea- encontrar pruebas en el ordenador clausurado.
Intimamos rápido, mejora el ambiente aunque suben los grados. Descifro por fin la clave cuando ella sale para preparar unas copas y ponerse cómoda (frase ineludible, no olvidar).
¿Y qué veo en la pantalla? Archivos de fotos, o vídeos. Tendré que pensarlo un poco, pero el truco estará en dar más rodeos que detalles. Imágenes tremendas, sobre las que no me extiendo ahora: ¿del ausente?, ¿con ella?, ¿con otra?, ¿con otras?, ¿con ella y con otras?
Giraré la pantalla justo cuando vuelva con la bandeja, ligera de ropa y cascos (si hoy en día se puede decir eso), decidida a desquitarse conmigo. Me lanzaré sobre ella, nos echaremos sobre el escritorio, aprovecharé y derramaré la ginebra sobre el ordenador: para que no vea las fotos, para que no vea que las vi, para tener que llevarme el hardware mojado a reparar en mi casa. Y para ver yo, claro, las imágenes luego, de nuevo, con tiempo, a solas.
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