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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El muerto que habla

Marcos Ordóñez

Quizás tengan que pasar veinte años de su muerte o celebrarse el centenario de su nacimiento, como ha sucedido con Rattigan, para que Neil Simon acceda por fin al pedestal que le corresponde. De momento le están dando más palos que a una estera. La crítica londinense ha puesto al caer de un burro el revival de The Prisoner of Second Avenue en el Vaudeville del West End ("trasnochada" y "sentimental" han sido los adjetivos más suaves), mientras agitaba el incensario ante Enron, de Lucy Prebble, una sosísima sátira para convencidos elevada ya no a obra del año o de la década sino "de la era" (sin precisar de cuál). Y es que ser un autor de comedias y haber reinado en Broadway durante tres décadas parecen ser pecados mortales para mis ideologizadísimos colegas. A uno y otro lado del charco, pues también tiene su guasa que alguien con su trayectoria sólo cuente con tres Tonys y no recibiera el Pulitzer hasta 1991.

Yo adoro a Neil Simon: en mi Olimpo comparte podio con Billy Wilder y Woody Allen. Desde luego que entre sus treinta y tantas funciones hay material de recuelo, pero empiezo a contar piezas redondas y me faltan dedos. Para no extenderme, me quedo con siete: La extraña pareja, The Gingerbread Lady (aquí se llamó Bienvenida a casa), The Sunshine Boys (aquí con el horrendo título de Un par de chiflados), The Prisoner of Second Avenue, Plaza Suite, Broadway Bound y Perdidos en Yonkers.

Ah, y un comodín, se me olvidaba: la maravillosa Laughter on the 23rd Floor, donde Simon cuenta sus inicios en Your Show of Shows, el clásico televisivo de Sid Caesar, junto con Allen y Mel Brooks: todo un breviario sobre el arte de la comedia. Allí aprendió que el género se sustenta sobre tres pilares (observación, ritmo, y toma de tierra) y que cuando uno de los tres no es sólido se pierde al público. Y que la arquitectura y los one-liners, las réplicas brillantes con aguijón en la cola, no son nada sin una profunda comprensión de la naturaleza humana. De todos los calificativos que la crítica ha dedicado a The Prisoner el que más me llama la atención es el de "sentimental". Imagino que mostrar a un matrimonio que se quiere y se apoya, por muchas pullas que se lancen, hace alzar la ceja a los partidarios de la acidez, la negrura y la desesperanza, tonalidades que en el mundo de hoy tienen un asombroso prestigio. Felizmente, Kevin Spacey no gasta anteojeras: ha elegido a Simon para abrir la temporada del Old Vic, y seguirá con otros autores tan gloriosamente "sospechosos" como Coward (Design for Living), Rattigan (Cause celèbre) y Feydeau (La mosca tras la oreja). The Prisoner ha sido un aperitivo o, como se llama en la jerga, un summer stock. Jeff Goldblum, con el que trabajó mano a mano en Speed-the-plow hará un par de años, sólo tenía libres los meses de verano. Los dos idolatran a Simon, y The Prisoner es una de las obras menos repuestas de su repertorio. Se estrenó en Broadway en 1971, con Peter Falk y Lee Grant, dirigidos por Mike Nichols; duró dos años en cartel y se hizo luego en cine, con Jack Lemmon y Ann Bancroft, pero de eso hace casi cuarenta años; en Londres la representaron, hace diez, Richard Dreyfuss y Marsha Mason. Spacey fichó también al director americano Terry Johnson (Tony 2010 por La cage aux folles). Le faltaba la actriz protagonista. Llamó a Neil Simon, que por cierto acababa de cumplir los 83. Simon no malgastó palabras: "Get Mercedes". Se refería, claro, a la gran Mercedes Ruehl, ganadora de otro Tony por su labor en Lost in Yonkers (1991), donde, carambola, también trabajaba Spacey.

The Prisoner es la historia de un hombre que se viene abajo y de la mujer que trata de sacarle del pozo. No parece el asunto más adecuado para una comedia, pero ese es el reto: el texto es hilarante, emotivo, y está espléndidamente construido. Mel Edison, ejecutivo publicitario, pierde su empleo por una reducción de plantilla. Elige un mal día para confesárselo a Edna, su esposa: unos ladrones acaban de vaciarles el piso. Y hay una ola de calor, y los hedores de la basura acumulada por una huelga suben hasta su décimo piso en el Upper East Side, y Edna ha de encontrar trabajo porque Mel comienza a perder la cabeza y, atrincherado en casa, habla y habla de un misterioso complot para acabar con la civilización occidental.

Goldblum es más conocido por sus trabajos dramáticos, pero haciendo comedia es una máquina de precisión. Con gafas y sorprendentemente parecido a Arthur Miller, pasa de la histeria insomne a la paranoia y luego al sopor del Valium, siempre conmovedor y siempre divertido. Mercedes Ruehl es un prodigio: recorre toda su gama de reacciones (inquietud, apoyo incondicional, energía para salir adelante, furia al perder también su trabajo) sin forzar nada, sin perder un matiz. Es extraordinaria desde el arranque, cuando en plena noche, apoyada en la encimera de la cocina, escucha a su marido que no puede dormir: ahí está, en la colocación de su cuerpo, en su mirada, en su silencio, todo el amor y la fuerza del personaje. Y los dos están sensacionales en los enfrentamientos: la pelota jamás cae al suelo durante la pelea tras el robo, o en la formidable escena rematada por el cubo de agua que empapa a Mel. Hay más sorpresas en la función. En el segundo acto aparece la familia Edison, el hermano (Linal Haft, un veterano de la estirpe de James Gandolfini) y las tres hermanas (Amanda Boxer, Fiona Gillies, Patti Love), y el encuentro, mitad visita de cortesía mitad cónclave, parece imaginado por el mismísimo Mihura. Y hay un careo final en el que los dos hermanos abren sus corazones y donde sucede algo muy poco frecuente en teatro: Goldblum y Haft, en aras de la verosimilitud, hablan casi en susurros para que no les oiga Edna, en la habitación vecina, y no se pierde ni un detalle de la confrontación. Tampoco es frecuente ver al público inglés, que llena el Vaudeville del Strand, aplaudir puesto en pie a los actores. Y a Neil Simon, por supuesto.

Jeff Goldblum y Mercedes Ruehl, durante la representación de <i>El prisionero de la Segunda Avenida,</i> en Londres.
Jeff Goldblum y Mercedes Ruehl, durante la representación de El prisionero de la Segunda Avenida, en Londres.

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