DIECIOCHO
Ahí está Lucifer, con su traje azul y su camisa blanca y su mechón de pelo atravesándole la frente. Si fuera calvo, se parecería a Bruce Willis, se le parece de todos modos, como si su cuerpo estuviera hecho de un producto sintético, de un látex que imita perfectamente la carne sin las rayadas de la carne. Me da una palmada en el hombro y dice que me invita a un café. Vamos a Zahara, nos sentamos a la barra, y me cuenta que ha estado de viaje, en París. ¿Comprando almas también allí?, pregunto completamente lanzado. Más o menos, dice él sonriendo. Se dedica, me explica ahora, a la distribución de productos de cosmética y vende, entre otras cosas, cremas que garantizan la eterna juventud, lo que me parece un modo de confirmar y no confirmar que es el mismo diablo. Ya le he puesto precio a mi alma, digo entonces, la vendo a cambio de ser capaz de escribir una obra maestra sobre la invisibilidad y de adquirir la capacidad de desmaterializarme cuando me salga del pito. Nos han traído los cafés; el de él, solo, muy negro. El mío, con leche, o sea, un quiero y no puedo, un café de gilipollas.
Me doy cuenta de que Lucifer, sin entrar en mi juego, tampoco lo rechaza. ¿Sobre qué dices que quieres escribir esa obra maestra?, pregunta. Sobre la invisibilidad, insisto. ¿Y eso?, dice. He tenido alguna experiencia, digo. El tipo me observa y me calibra. Mira, chico, dice al fin, tú no estás loco, así que no te lo hagas. Me corta el rollo con esa frase, pero luego paga los cafés, me coge del brazo y dice: Voy a proporcionarte la eterna juventud, de lo otro ya hablaremos. Salimos de Zahara, entramos en el portal donde está su oficina, subimos en el ascensor, entramos en un piso de techos muy altos y habitaciones a granel, con basca que ni se entera de que hemos entrado. Ya en su despacho, me da unas cremas que, según él, hay que empezar a aplicarse a mi edad. Luego dice que tiene mucho curro y me acompaña a la puerta. Antes de despedirse, me pasa una tarjeta con sus datos. Y aquí estoy otra vez, en la puta calle, con las cremas en una mano y la tarjeta en la otra. Su móvil empieza por 666, una de cal y otra de arena, sí y no, soy y no soy, qué cabrón, el Lucifer de los cojones.
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