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Columna
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Malas costumbres

El folclore madrileño es de importación, lo típico es atípico, lo castizo, foráneo. Las paradojas están servidas en esta urbe excéntrica y cosmopolita donde siempre primaron los forasteros llamados por la capitalidad de la villa que se hizo corte y convirtió en cortesanos a sus pobladores, desertores del arado que aprendieron los mil oficios que exigía su nueva condición. Madrid espera que llegue la canícula de agosto para mostrar los vestigios de su casticismo imposible en La verbena de la Paloma, que es además su obra emblemática y simbólica, que no es una tragedia histórica ni una ópera grandilocuente, ni siquiera una zarzuela, sino más bien una zarzuelita del género chico en la que no caben ni héroes, ni gestas. A Tomás Bretón, autor de la música, vivaz y retrechera, le reprocharon los críticos de la época que perdiera el tiempo y desperdiciara su talento componiendo una obrita frívola y procaz a la que puso letra un sainetero de rompe y rasga, buen conocedor del lenguaje popular, Ricardo de la Vega.

La Virgen de la Paloma es sobre todo la patrona de los madrileños que no pueden ir de vacaciones

Los tipos, arquetipos, del género chico no son nobles, ni cortesanos, ni burgueses, salvo el rijoso boticario, don Hilarión; son menestrales, horteras y modistillas, criados y cocheros de punto, artesanos, guardias de la porra, torerillos, picadores y otras gentes de mal vivir, pues, delincuentes o no, apenas alcanzan los niveles mínimos de subsistencia, siempre están a la última pregunta y tienen la lengua suelta y la bolsa escuálida. La Virgen de la Paloma es también una imagen humilde y marginal como muchos de sus fieles. A la patrona oficiosa de Madrid como la llamó Gallardón en las fiestas de este año, la rescataron de un vertedero los vecinos alertados por la insistencia de una paloma, de una rata con alas según la definición de un concejal raticida que predicaba hace un tiempo su exterminio.

La Virgen de la Paloma es sobre todo la patrona de los madrileños que no pueden ir de vacaciones y afrontan los rigores agosteños con abanico y limoná, chotis y organillo, más máquina que instrumento, pianola portátil en vías de extinción. Cuentan las crónicas que en estas fiestas no hubo más que un organillo para amenizar la kermés y que la música mecánica se hizo música enlatada, con más decibelios y menos prosapia. Chotis o chotís, kermés o kermesse, organillo y mantón de Manila, señas de identidad prestadas para una capital de ocasión.

Cada año se eligen entre los vecinos del barrio, un don Hilarión, una Casta y una Susana, para representar a los personajes del sainete tan entroncados en la tradición que nadie se detiene a pensar en lo que realmente representan, porque los protagonistas de esta prosopopeya son un compendio notable de lo políticamente incorrecto, comenzando por el boticario toxicómano y viejo verde al que le reparten graciosamente el opio dos cariñosas jovencitas contratadas a tal efecto que le duermen entre mimos y arrumacos. Los celos de Julián, novio de la Susana, son muy comprensibles; si trasladáramos la acción a los días de hoy, el amoscado novio habría denunciado al provecto calavera en la comisaría más próxima por drogadicto, corruptor de la juventud y presunto pederasta. El Pichi, otro arquetipo de sainete castizo, también daría con sus huesos en el talego por ejercer el proxenetismo sin coartadas. El chulo que castiga del Portillo a la Arganzuela se confiesa a ritmo de chotis: "Las modelo y estructuro y las saco más de un duro pa gastármelo en mis vicios y quedar como un señor". La violencia de género, que aún no estaba tipificada en el Código Penal, figura en el sustrato de muchas obras del género chico, engrandecido aquí por la festiva música de Bretón y el gracejo inimitable de Ricardo de la Vega, escritor costumbrista de las malas costumbres madrileñas.

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