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Reportaje:rutas paralelas

LOS REYES DE LA COSTA DA MORTE

Daniel Verdú

Tono afila su raspa contra la acera del muelle. A las ocho y media de la mañana la frota arriba y abajo con el canto de cemento. Zas, Zas, Zas... El artilugio es un hierro, una barra con motas de óxido cuya punta es una palanca afilada para segar por la raíz los bichos más feos del mundo. El resto de cuadrillas, medio dormidos todavía, acomodan su cuerpo en un traje de neopreno magullado por las puntiagudas rocas y zurcido con retales de silicona. Botas de lluvia recortadas, guantes finos y una red que cuelgan de la cintura como un zurrón. Un saco que durante todo el día irán llenando con los percebes que consigan sacar de las rocas de Lira, en la Costa da Morte. Mientras, las gaviotas berrean en el techo de la nueva lonja como si fueran a desangrarse.

los 'percebeiros' se juegan el tipo por algo que no da tanto dinero como se cree

Dos lanchas. Siete percebeiros. El mar está tranquilo, hoy no toca jugarse la vida. Ayer fue un buen día, casi todos los colocaron a 50 euros el kilo. La ley permite sacar hasta cinco a cada uno. Veremos qué pasa esta mañana. Conduce Delfi, 26 años. La piel quemada por el sol, torso desnudo, gallego seseante, de Finisterre. Sus abuelos hicieron un día lo que él, pero durante dos años faenó de furtivo por las noches. Con la linterna, esquivando las olas. Hasta que se sacó la licencia y se vino para la reserva marina de Lira. Aquello sí que era complicado, dice mientras el barco planea contra el viento por el agua. Entonces, cuando unos hacen enormes esfuerzos para agarrarse, Cipriano, 56 años, menudo, pelo blanco, se enciende como si nada uno tras otro sus Chesterfield. "¿Arriesgado? Depende de la necesidad o la codicia". Sonríe.

Delfi empotra la barca contra la roca, el motor ruge cuando la obliga a recular y el agua se vuelve espuma blanca. Saltan uno a uno. Parece fácil. Pero el cronista mete las dos piernas en el agua y zambulle las zapatillas de footing y los calcetines en el mar. ¡Chof! Comienza la mañana. Cinco horas de trabajo. Unos siete días al mes. No más de 1.500 euros como salario final. Esto no es lo que la gente cree, cuesta y no da tanto. Por eso hay que aprovechar. La marea está empezando a bajar, tienen hasta las 11.30. Entonces crecerá otra vez y todo habrá acabado. Así que empiezan a buscar donde las olas baten con más fuerza, donde el oxígeno del mar espumado engorda los percebes. Esos son los buenos, los que tienen color rojizo, robustos y sabrosos. Los largos y negruzcos, esos no valen nada. Pero servirán para rellenar las vistosas cajas por debajo cuando lleguen a la lonja.

Cipriano, con el pitillo en la boca, camina por las rocas, da un salto y baja hasta el entrante. Un, dos, tres, cuatro... Ni se da la vuelta para saber que por detrás viene con fuerza una ola. Porque las cuenta inconscientemente como si fueran los compases de una melodía y su instrumento tuviera que comenzar a sonar. Y ahí es cuando salta a tierra. Pero hoy no hay gran cosa. Niega con la cabeza mientras rasca la piedra con su ganzúa rojiza.

En Lira faenan 14 percebeiros. En Finisterre, unos 60. Por eso muchos de ahí se han venido a la reserva marítima, donde hay mayores controles y pueden asegurarse un mínimo de marisco cada vez que salen al mar. Juan y Segundo hicieron eso. Uno cabalga sobre las rocas y el otro, que hasta hace tres años trabajó siempre en los muelles de carga de la Citröen de Vigo, pilota la lancha. "Yo soy su única oportunidad si le pasa algo. Tengo que estar despierto. Atento", anuncia solemne Segundo protegido con su gorra y agarrado al volante mientras las olas bambolean la barca. Cuando no van al percebe, estos socios salen a buscar pulpo con un barco y setecientas nasas. Así completan el salario. Juan levanta la raspa y sonríe a lo lejos mientras su enorme espalda sobresale de la roca. Algo bueno ha encontrado.

Cuando las rocas del mar ya no dan más de sí, todos se van hacia las piedras de tierra. Ahí faenan las mujeres que llenan su zurrón con garbo. Esos percebes no son gran cosa, pero harán bulto. Con esos, Juan y Segundo logran llegar hasta casi nueve kilos. Pero el grupo de Cipriano ha pillado unos bichacos hermosos, grandes como porras. Cuando llegan al puerto, el orgullo que tienen revienta las costuras de sus neoprenos. Ríen, se descubren el torso, y se van directos a la lonja a pesarlo y limpiarlo. Al final, quién lo iba a decir, no ha sido un mal día.

Pero queda lo peor, ahora hay que colocárselos al alguien. Normalmente a un intermediario que los revenderá más caros. Sin hacer nada. De momento los limpian, los arreglan y quitan los más feos. Tiene que parecer bonito, para que luzcan bien. "Antes, esas piezas tan grandes podían llegar a 200 euros. Ahora no pasarán de 60", pronostica Juan.

Y cuando resplandecen ya, conviene echarse unas cañas y olvidarse un poco del mar. Para hacer tiempo. Pero es difícil. Hablan de leyendas de fardos de coca que encuentran algunos, de los hijos, de fútbol, de chicas, de divorcios, de rencillas, de lo mal que está todo. Y de aquel petrolero que se partió por la mitad, justo ahí delante, y que lo cubrió todo de mierda. Algunos, dicen, no creas, sacaron dinero de aquello. Hay gente que no trabajaba la licencia y que sacó de todo el sucio asunto un sueldo. Otros alquilaban sus excavadoras antiguas a 1.500 euros el día. Unos caras. Algunos incluso dicen que ojalá hubiera otro Prestige. Juan y Segundo no. Todo eso les da asco.

Pero llega el momento de la subasta. En la lonja, ese hombre gordo, con gafas y camisa desabrochada agarra el mandito que lleva su nombre y espera a que el contador de euros baje todavía más. Todos se miran nerviosos. Es la hora de la verdad, dice Segundo bastante inquieto. Ahí, en esos numeritos, está escrito lo que vale su trabajo. Después de toda la mañana trepando y esquivando olas cuesta no odiar a aquel hombrecito rácano que le dice a Cipriano que esos pequeños del fondo de la caja no valen nada. Juega a que le están engañando mientras el precio sigue bajando. Dele ya al botón, hombre, no sea miserable. ¡Bip! Y ahí va él, que no conoce lo que es el mar, a buscar su caja, por 52 euros el kilo. Tacaño. Eran los mejores. Pero todos respiran aliviados y sonríen. En el fondo es buen precio. El viernes cobrarán. Todo el pescado vendido.

Dos <i>percebeiros</i> mientras faenan en las rocas de Lira, en la Costa da Morte.
Dos percebeiros mientras faenan en las rocas de Lira, en la Costa da Morte.ÓSCAR CORRAL

El tamaño importa

- La vieja lonja del puerto de Lira comienza a funcionar sobre las cuatro de la tarde. Es una de las pocas que usa el marcador electrónico y cuya subasta no se hace todavía de viva voz. Ese día, la cuadrilla de Cipriano ha cogido unos percebes bastante gordos. Los venderán a poco más de 50 euros el kilo. Mando electrónico para cada comprador, cajas de pescado encima de la mesa y todos nerviosos buscando y esperando el mejor precio.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona en 1980. Aprendió el oficio en la sección de Local de Madrid de El País. Pasó por las áreas de Cultura y Reportajes, desde donde fue también enviado a diversos atentados islamistas en Francia o a Fukushima. Hoy es corresponsal en Roma y el Vaticano. Cada lunes firma una columna sobre los ritos del 'calcio'.
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