EL AUTÓNOMO
Hay por ahí algunos ineptos que siguen sin creer en el hombre invisible, vivir para ver. Poco imaginaba H. G. Wells en 1897 que su entelequia sobre el humano transparente se convertiría en el siglo XXI en una obviedad. Solo en nuestro país existen unos tres millones de hombres (y mujeres) invisibles. Bueno, ellos-as se hacen llamar autónomos por rebajar el tono, pero lo cierto es que no ha existido nunca ningún colectivo capaz de camuflarse así con su entorno, hasta pasar completamente desapercibido; de hecho es como si no existiera. El mérito es enorme, ya que hasta en elecciones se hace difícil oír a los políticos mencionarlos, será -quizás- porque algunos términos son tabú y pueden distraer a la concurrencia.
No hay que negarlo, la cosa tiene su gracia: un tipo piensa que sería buena idea trabajar para sí mismo, pagar religiosamente al Estado por hacerlo, esperar que los otros le paguen cuando a ellos les dé la gana, declarar esos pagos aun cuando él no los ha cobrado y recibir como toda recompensa una indiferencia majestuosa. Además, en periodos de crisis será oficialmente ninguneado con una sonrisa y echado a los leones sin contemplaciones, para que se entere de lo que vale un peine.
No siempre ha sido así, aunque deberíamos remontarnos hasta el siglo XIX para encontrar un referente exitoso: su nombre era P. T. Barnum y era la perfecta combinación entre empresario y embaucador, aunque su rasgo más destacado era su reiterada negativa a obedecer a nadie que no fuera él mismo. Barnum fue el inventor del circo en su versión financiera, el padre del marketing creativo y -según James W. Cook en su magnífico trabajo sobre el genio- "el arquitecto de la industria cultural moderna". Eran famosos sus discursos del viernes por la tarde a sus empleados, a los que intentaban colarse todo tipo de parásitos y competidores ansiosos por conocer los trucos de aquel encantador de serpientes con imperio propio.
Hubo un momento en el que el propio presidente de Estados Unidos en aquel tiempo, Ulysses Grant, declaraba a Barnum "el tipo más famoso del mundo". Así, este autónomo de Connecticut nunca tuvo que perseguir a los proveedores y disfrutó de una legislación amable con sus propósitos.
Con el panorama actual, Hacienda hubiera acabado embargándole la carpa, el reloj de bolsillo y hasta la pajarita. En los bancos le mirarían con ojos oblicuos, como no creyéndose que uno de su calaña se atreviera a pedirles dinero. En el siglo XXI sería, simplemente, otro hombre invisible.
Es lo lógico, en un país donde el mandamás de los empresarios es un hombre en perpetua bancarrota y la corruptela es una religión con infinidad de fieles, a nadie puede extrañarle que los que deciden hacerse la vida a su manera reciban severos correctivos: la homogeneidad es el primer mandamiento en tiempos de crisis, así que todo el que renuncie voluntariamente a cobrar una nómina debe ser un enemigo del Estado, un nihilista con carné. Ya lo dice aquel chiste: "Un tipo va caminando por el desierto y se encuentra una lámpara mágica, la friega y sale el genio. 'Te concedo un deseo', dice. 'No quiere ponerme nunca más enfermo', contesta el hombre. A lo que el genio replica: 'Coño, pues hazte autónomo". Barnum se hubiera reído, seguro.
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