SIETE
La orfandad, créetelo, es un temazo, como la invisibilidad. Mientras por el respiradero del chabolo caen y ascienden muñecas enfermas todo el día, pienso en la desaparición de los padres. Soy, a todos los efectos, un huérfano. Recuerdo a mis viejos como si ya estuvieran muertos, aunque el muerto sea yo, recuerdo sus discusiones, sus discos de baladas, sus manías, su olor, sus trajes, sus fines de semana, sus comidas, sus películas, sus álbumes de fotos... Los echo de menos, cágate, como el muñeco de guiñol echa de menos la mano que lo manipula desde las tripas. Soy un muñeco vacío (y roto), tirado en cualquier parte, condenado a ver caer muñecas y lluvia por un tubo que conduce al infierno. Y no hay a la vista ninguna mano con cinco dedos, ni siquiera con tres, capaz de arrancarme de esta mierda.
Recuerdo a mis viejos como si ya estuvieran muertos, aunque el muerto sea yo
Es jodido. Para tomar notas en relación con la historia sobre la invisibilidad, me acerco todos los días al colegio del hombre invisible y espero, escondido, a que salga y lo sigo, sin que me vea, hasta su casa. Ha aprendido a ir y venir solo, pero va y viene cagado de miedo. Cuando se cruza con otros críos, o con alguien que lleva un perro, se cambia de acera. Imagino que soy su ángel de la guarda, dispuesto a intervenir en el momento preciso.
Se me ocurre entonces que del mismo modo que hay gente visible capaz de volverse invisible, podría haber personas invisibles capaces de volverse visibles. Recorro las líneas del metro tratando de detectar a estas últimas. Las distingo enseguida porque el cuerpo les viene grande o pequeño, no hay tanta gente con el cuerpo hecho a medida. Algunos pasajeros desaparecen ante mi vista, pues van y vienen de la visibilidad a la invisibilidad como el que se mece en un chinchorro. La vida es un trasiego continuo entre la nada y la desnada. Hay días en los que apenas eres nada y días en los que solo eres desnada. Acabo de oír el ruido del ventanuco de arriba al abrirse (un chirrido de peli de terror). Abro el mío, me coloco al acecho y logro cazar, cuando llega a mi altura, una muñeca, ya ves tú qué deporte. Va en enaguas y está empapada, pues llueve todo el tiempo. Entonces la loca de arriba da un grito acojonante, y la vuelvo a tirar.
Lee los capítulos anteriores de Me cago en mis viejos III.

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