CONTRA CORRIENTE
Ahora que el diccionario de inglés cuesta lo mismo que el manual de acordes -nada-, ambos a solo un tiro de ratón de tu apetencia en el bazar planetario de tonto el que pague. Ahora que la gente ni saluda a su quiosquero con tal de llegar antes a la oficina para leer la prensa en la pantalla tranquilamente y sin andar manoseando esa calderilla plagada de gérmenes. Ahora que las canciones y las películas fluyen desde fuentes discretas por un inextricable entramado de cables coaxiales rumbo a tu pantalla voraz, en todo momento ajenas a los indicadores de coyuntura o cualquier otra cosa que se mida en euros. Ahora, justo ahora, el papa Ratzinger va a ponerse a cobrar por ir a misa.
Vuelve el debate de la neutralidad de la Red, el principio de que todo usuario de Internet debe tener acceso a cualquier contenido, sin estorbos centrales. Un paquete legal preparado por el Parlamento Europeo quiere impedir a las empresas de telecomunicaciones "degradar la calidad del servicio con su gestión del tráfico de información". Un tribunal de Washington, sin embargo, ha dictaminado que no es potestad del Gobierno obligar a las empresas de telefonía a que sean neutrales con los clientes. Neutralidad es aquello que gusta a Google y molesta a Telefónica.
Llegan las pantallas de grafeno que nos permitirán algún día tratar al ordenador portátil como si fuera un periódico. Doblarlo al bajar las escaleras del metro, por ejemplo, o meterlo debajo del brazo para un transbordo. Incluso leerlo en el vagón. Pero una tecnología como esta, u otra similar, llegará a servir tarde o temprano para ver la televisión, y eso abrirá territorios inexplorados. Ver la tele dejará de ser un acto privado, o familiar. De hecho, los programas que uno ve -y hasta los que no ve- se convertirán en una de sus principales señas de identidad pública, como la altura de caña de las botas, el color de las gafas o la altura del tupé. Cuando todos los televisores sean de grafeno, el prime time coincidirá con la hora punta del metro.
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