Milagros ruinosos
Hay muchas diferencias entre el trabajo de los arquitectos y el de los escritores, pero a mí me llaman especialmente la atención dos de ellas. La primera, la escala diversa de nuestras equivocaciones: una novela mala no hace mucho daño, y se olvida muy pronto; un edificio atroz o una plaza mal diseñada pueden ser un tormento para la vida práctica de muchas personas durante muchísimo tiempo. La segunda diferencia es que a un escritor casi nunca deja de alegrarle que se critique a un colega en su presencia, mientras que un arquitecto, si oye a un lego criticar a otro arquitecto, de manera inmediata sale en su defensa, con una mezcla muy curiosa de altanería y condescendencia. Con raras excepciones, los arquitectos piensan que el hecho de que casi todos nosotros nos veamos afectados muy directamente por los trabajos que hacen no nos da derecho a opinar sobre ellos. Si decimos algo negativo, o inconveniente, nos mirarán de inmediato como a penosos retrasados mentales. Igual que padres benévolos, pero firmes, ellos saben mucho mejor que nosotros mismos lo que más nos conviene. Sonríen con fatigada paciencia cada vez que nos quejamos de sus plazas sin árboles pavimentadas de cemento o granito, tan adecuadas para los climas mesetarios y para las fotos de las revistas de arquitectura, de sus bancos públicos sin respaldo, o con respaldo en forma de afilada cuña metálica.
Llàtzer Moix ha hecho un viaje por la España de los arquitectos estrella, la apoteosis del pelotazo quedará como la crónica veraz de un tiempo que se volverá imperdonable
Llego al final del libro y me sorprende una ausencia: la de cualquier síntoma de rebelión ciudadana ante el despilfarro
Yo no sé si a Llàtzer Moix los veinte años que lleva escribiendo sobre arquitectura en La Vanguardia le conceden alguna autoridad a los ojos de un gremio tan quisquilloso, pero el viaje que ha hecho por la España de los arquitectos estrella, la apoteosis del pelotazo y las obras descomunales y con mucha frecuencia insensatas que se han ido levantando en los últimos diez o quince años, quedará como la crónica veraz de un tiempo que muy pronto se verá muy lejano y se habrá vuelto imperdonable. El libro de Moix, Arquitectura milagrosa, es a la vez un relato escrito en el presente del mejor periodismo y el testimonio de un pasado que la quiebra de la economía ha precipitado a la ruina. Lo propio de los espejismos, incluso los colectivos, es su fugacidad. Ayer mismo políticos idiotizados por la vanidad y la sensación de poder seguían sintiéndose emperadores o príncipes de las artes al pagar cualquier precio a las estrellas internacionales de la arquitectura. Para esos arquitectos, dice Llàtzer Moix, "España ha sido, y es todavía hoy, algo parecido al paraíso terrenal". Parecía que no hubiera límites, ni para la escala de las edificaciones ni para los presupuestos destinados a ellas, y menos aún para las minutas de los arquitectos, divos globales que viajan en jet privado de un extremo a otro del mundo, requeridos y halagados por dictadores de Asia Central, magnates ex comunistas del petróleo, jeques del golfo Pérsico, alcaldes y presidentes autonómicos españoles.
El origen de todo, explica Moix, fue el éxito del Guggenheim de Bilbao. Porque el edificio de Frank Gehry se convirtió en un triunfo casi instantáneo no hubo ya alcalde o aspirante a sátrapa regional que no aspirara a repetir el ya cansino efecto Guggenheim. Por algún motivo uno de los efectos del poder, incluso en una democracia, es la inclinación a los proyectos que llevan adherido como con una pinza el adjetivo faraónicos. No hay gerifalte que no aspire a la aparatosa inmortalidad de un gran mausoleo. La escala, no la utilidad, es lo que importa. Y como el esplendor funerario ya no es aceptable como coartada para el grandilocuente disparate, ahora se lo adorna con la legitimidad de la cultura. Los dos capítulos más cómicos y más desoladores del libro de Moix tratan precisamente de dos centros "culturales" agigantados en una metástasis de arbitrariedad y despropósito: la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en Valencia, y la Ciudad de la Cultura, de Santiago de Compostela. Un auditorio, un teatro, un museo, ya no son suficientes para la megalomanía de los políticos y los arquitectos: han de levantar ciudades enteras, como Akenatón en el desierto egipcio, como los príncipes incas en Machu Picchu.
La "Ciudad" valenciana, obra íntegra del inagotable Santiago Calatrava, estaba previsto que costara, en los primeros años noventa, 30.000 millones de pesetas, unos 175 millones de euros; en 2007, todavía muy lejos de su terminación, se habían invertido ya en ella 1.137 millones de euros. Su edificio central, el Palau de les Arts, tiene forma, según Moix, "de huevo, de cabeza de tiburón, de coleóptero, de casco de ciclista". En 2008 su mantenimiento anual suponía ya 30 millones de euros. A Calatrava, que se ve a sí mismo como un Leonardo diestro por igual en todas las artes, y a sus patronos, sin duda semejantes a los Médicis, las preguntas sobre dinero les irritan. ¿Nos preguntamos ahora cuánto costaron las catedrales góticas, las pirámides de Egipto? A Michael Bloomberg, el plutócrata alcalde de Nueva York, que se gasta sin pestañear cien millones de dólares de su bolsillo para pagarse él solo una campaña electoral, Santiago Calatrava le parece un arquitecto caro: no así a las autoridades autonómicas de Valencia.
En Galicia, Manuel Fraga también quería levantarse un monumento a sí mismo, quizás inspirado por el ejemplo del Valle de los Caídos en el que tanta ilusión puso su paisano y antiguo superior jerárquico. De nuevo había que reclutar a un arquitecto estrella, en este caso Peter Peter Eisenman. En las afueras de Santiago, una ciudad de 90.000 habitantes, la otra Ciudad de la Cultura ocupa una parcela de 700.000 metros cuadrados. Nadie hizo un estudio serio de la demanda a la que tendría que atender, o de las carencias que hubiera debido corregir. En 1999 su presupuesto, calculado más bien a voleo, era de 108,2 millones de euros: en 2007 ya se predecía que iba a costar más de 500 millones. En uno de esos rasgos de humildad que caracterizan a las estrellas del oficio, el arquitecto Peter Eisenman aseguró que cuando esté terminada su grandeza sólo será comparable con la del Escorial.
Moix es un cronista meticuloso, más propenso a la ironía que a la ira. En su galería de barbaridades, que es la historia de un país lanzado a una espiral de delirio por el mangoneo y la corrupción política y la efervescencia de la especulación inmobiliaria, resaltan más algunas opiniones razonables, como la del arquitecto Patxi Mangado: "Quiero que mis edificios sean un paradigma de la arquitectura comprometida, donde confluyan el uso sensato de materiales y recursos, la inteligencia ingenieril y la lógica del diseño. La belleza debe basarse en la inteligencia de la actuación. Lo demás son estridencias, caligrafías extremas hoy en boga".
Llego al final del libro y me sorprende una ausencia: la de cualquier síntoma de rebelión ciudadana ante tanto despilfarro. En una democracia sin pulso cívico ni controles legales efectivos de la acción política cualquier aspirante a sátrapa regional o municipal sabe que sus abusos quedarán impunes. Y quizás si alguien prestara atención a las voces de las personas comunes que han de sufrir o disfrutar la arquitectura los disparates no llegarían tan lejos. -
Arquitectura milagrosa. Llàtzer Moix. Anagrama. Barcelona, 2010. 257 páginas. 18 euros. antoniomuñozmolina.es
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