Sinead O'Connor, belleza que no emociona
Sin apenas variación, sin que nada cambie. Eso es lo que ocurrió anteanoche en el concierto de Sinead O'Connor en el Festival de Cap Roig. Comenzó y acabó tan inmóvil, tan místico, tan tópicamente espiritual, que pareció todo igual. ¿Hermoso?, quizá. ¿Tedioso?, más que probable.
La Sinead O'Connor del siglo XXI es una mujer en trance, un trance católico. Como si musitara plegarias a los espíritus de la noche de Calella de Palafrugell (Baix Empordà), su salmodia medio celta, medio pop, medio de nana recordó a los fondos de los primitivos dibujos animados. Y sí, tiene canciones hermosas como demostró en el arranque de su recital, pero esa misma belleza repetida una y otra vez acaba como la llegada del mar a la orilla. Solo que con menos calado. Ella es solo una vocalista en pleno apostolado.
Esa idea de apostolado, ese aire monjil, esa sensibilidad de postal con atardecer fue lo que acabó por desdorar un concierto que demostró que la belleza por sí sola no es más que belleza de postal. Sinead O'Connor tiene una hermosa voz, los arreglos de sus temas están bien prescindiendo de algún fondo de teclado fronterizo con lo hortera, pero lo que resulta menos llevadero es que la única variación de su repertorio venga servida por los títulos de las canciones. Eso y una espiritualidad céltico-irlandesa-naïf propia de Baden Powell. Pero eso es Sinead O'Connor, belleza que no emociona.
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