Símbolos nacionales y Manolo Escobar
Los símbolos políticos siguen teniendo gran importancia en nuestro mundo globalizado, y un botón de muestra fue la eliminación de los emblemas de la Unión Europea en el Tratado de Lisboa. En 2007, tras descartarse el texto constitucional, los países menos europeístas insistieron para suprimir toda referencia a los signos de identidad en el nuevo tratado ahora vigente: la bandera azul estrellada, el Himno a la alegría, de Beethoven, y el 9 de mayo como Día de Europa. Algunos Estados querían preservar los signos históricos sin interferencias supranacionales.
En España, los símbolos definidos en la Constitución no gozan del apego público que despiertan sus análogos en otros países europeos. Pero la trayectoria de esos símbolos en los países vecinos no es siempre recta y los motivos de orgullo son un tanto rancios. Sin duda la union jack británica recuerda a muchos el imperio pasado, la Marsellesa es un himno sangriento que llama a la guerra, compuesto durante una noche encendida de 1792, y el himno holandés canta "Mi alma se atormenta, oh noble pueblo fiel, viendo cómo te afrenta el español cruel" (y seguramente les dimos razones).
El Mundial de fútbol le dio a la rojigualda un nuevo sentido e hizo que fuera vista con nuevos ojos
En efecto, las banderas y otros símbolos políticos han servido de reclamo para enfrentamientos y conflictos sin cuento durante siglos. Puestos sobre la balanza de la historia, desde nuestro punto de mira, los efectos perversos del nacionalismo sobrepasan a los positivos. Por esta razón sorprende el que muchos sigan profesando ese valor romántico más propio del siglo XIX que del actual, en lugar de mirar a nuestro mundo complejo e interdependiente de una manera más abierta. Y esto es aplicable a los nacionalistas alemanes, británicos, catalanes, corsos, españoles, franceses y japoneses, entre otros, en estricto orden alfabético.
Teniendo en cuenta el origen antiguo de los símbolos nacionales, un reto pendiente es actualizarlos y dotarlos de nuevos sentidos más propios de sus misiones, que ya no son aglutinar a una nación para la guerra. Por ejemplo, el Gobierno francés ha optado por situar la bandera tricolor junto a la bandera europea, con lo que se produce una asociación visual permanente, mientras que en otros países es muy raro contemplar similar emparejamiento.
Cuando la bandera española parecía relegada al guardarropa de la historia, y estaba de moda airear otras banderas, vino el Mundial de fútbol y toda España redescubrió un símbolo común. Ya no era el estandarte de la marina que surcaba los mares en el siglo XVIII ni los colores por los que se lucharon guerras coloniales ni el espejo de facciones políticas en el interior. La bandera fue vista con nuevos ojos y representaba algo distinto. Los chavales que componían la selección se llevaban bien y, sobre todo, formaban un equipo con un propósito, aunque vinieran del Barça, del Madrid o del Liverpool. Estábamos jugando al fútbol con todos los países de la Tierra y teníamos que decir quiénes éramos en relación con los demás: un conjunto alegre, motivado, decidido a ganar.
Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, la euforia que se desató en España no tuvo un contenido político, por lo que la elección de la bandera como signo de apoyo primero y satisfacción después fue una forma de dotar a ese símbolo de un nuevo significado más global y abierto al futuro. Por este mismo motivo, la celebración que tuvo lugar en Madrid el lunes siguiente fue una oportunidad magnífica para subrayar el carácter novedoso de esa experiencia colectiva. Sin embargo, esa oportunidad fue aprovechada solo a medias.
El público en masa participó de una tarde festiva, con una histeria controlada que produjo muy pocos incidentes. En cambio, la organización de un evento tan importante fue tosca y culminó con un pobre espectáculo sobre el impresionante escenario de Puerta del Ángel. Esos minutos con la selección sobre las tablas fueron seguidos con fruición por millones de personas ante el televisor, como era previsible, por lo que deberían haber sido mejor preparados. Cuando el presidente del Gobierno decidió llevar la Secretaría de Estado de Deportes a La Moncloa debía estar soñando con situaciones como la ocurrida el 12 de julio y, llegado el momento, no estuvo a la altura de las circunstancias.
La nueva simbología que la selección de fútbol había generado de manera espontánea se topó con la España cañí que creíamos enterrada. La oportunidad de dar la imagen de una sociedad plural y moderna vinculada al esfuerzo de nuestros futbolistas se frustró. En lugar de un locutor que gritaba como un poseso, deberían haberse invitado a animadores (ellas y ellos) que con una frase despiertan simpatía, de los que tenemos un buen puñado. En lugar de David Bisbal, cuya canción pudo servir para calentar los ánimos antes del campeonato, podrían haber actuado otros artistas con más fuste y más universales. Y, sobre todo, Manolo Escobar, otro cantante de Almería cuyo éxito Mi carro se remonta a 1969, cuando vivíamos en otro mundo y faltaban 10 años para que los jugadores más talluditos de La Roja nacieran, era justo lo contrario de lo que debía verse sobre ese escenario.
Afortunadamente, la esperada retahíla de Pepe Reina fue un soplo de aire fresco. Reina y los jóvenes de la selección demostraron una vez más que España puede ser un país creativo, moderno y admirable con independencia de lo que hagan sus gobernantes.
Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional y escritor.
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