Las bicicletas y la luna
Ya se puede ver la luna y empieza a funcionar el servicio de alquiler de bicicletas públicas. En esta ciudad de los milagros en la que se empeñaron en convertir Valencia nuestros gobernantes, dos hechos tan modestos inducen a la esperanza. Las calles, de repente, han dejado de ser aquel tubo de luminosidad amarillenta, un poco carcelario, que escondía los perfiles de los edificios contra el cielo nocturno. La plaza y la avenida adquieren ahora una urbanidad nueva, como de ciudad capaz de pararse a pensar sobre el destino de los esfuerzos de sus instituciones y sus gentes, consciente de su pluralidad. Un gesto tan sencillo y tan recomendable como el de apagar las luces que no hacen falta permite fantasear sobre una civilidad tal vez inalcanzable, mientras Valencia recupera el skyline que perdió cuando se encendió el triunfalismo y parece un poco más nuestra y un poco menos ingrata.
Además, están las bicicletas. Llegan cuando en Barcelona, en Sevilla o en Zaragoza funcionan desde hace tiempo como un elemento más de la vida cotidiana. Pese a los carriles construidos, el nuevo ciclista tendrá que jugarse el tipo todavía entre los coches en muchas calles, pero la ciudad invita y la costumbre acabará por abrir un horizonte a otra manera de entender el uso de Valencia. Está bien que el transporte no motorizado se incorpore a la oferta de transporte público, algo que, a la larga, transformará también el urbanismo y quién sabe si la mentalidad de una buena parte de esa ciudadanía que todavía hoy observa a los ciclistas como si fueran molestos epifenómenos.
Es cierto, para evitar cualquier ensoñación, que la luz ha amainado en las calles por pura necesidad. Podríamos decir que no ha sido la convicción política de quienes administran la ciudad sino la fuerza de las condiciones objetivas impuestas por la crisis económica la que ha llevado a desconectar una parte de la iluminación pública. Y eso que hemos ganado, aunque a la alcaldesa le parezca miserable apagar algunas de los centenares de farolas en las que ha gastado cientos de millones de euros desde que llegó al Ayuntamiento. Dicen que Rita Barberá pretendía, y no soy capaz de entender por qué razón, que se pudiera leer el periódico a medianoche en cualquier esquina, que se impuso el objetivo de convertir Valencia en la ciudad mejor iluminada de Europa. ¿Mejor iluminada o más iluminada?
En el asunto de las farolas, aunque pueda parecer lo contrario, se resume la idiosincrasia que nos gobierna, a los valencianos de la ciudad y a los del conjunto del territorio: la confusión de la cantidad con calidad, la tendencia a mirarse las cosas desde la grandilocuencia y la sobredosis. Trato de imaginar qué podríamos hacer con el dinero invertido en el desmesurado parque de farolas. De momento, tenemos las bicicletas. Y la luna.
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