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una de piratas
Columna
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Codicia

El mejor economista español de los últimos tiempos, Andrés Rábago (también conocido como El Roto), hace una lectura de los recortes que sufrimos al poner en boca de un banquero: "Nuestro nivel de vida es incompatible con nuestro nivel de codicia". Bertolt Brecht era partidario de que el Gobierno disolviera el pueblo y eligiese otro; ahora el mercado hace eso mismo con el Gobierno. En fin, las paradojas mueven el mundo. Y en especial la economía: se trata de la única pretendida ciencia en la que dos personas pueden ganar el Nobel el mismo año por decir exactamente lo contrario. Ocurrió en 1974: premio para Gunnar Myrdal, progresista sueco, y para Friedrich Hayek, pope de la más rancia ortodoxia del mercado libre o liberticida.

Pero volvamos a los recortes. "El paro se reduce más lentamente de lo que quisiéramos", asegura la vicepresidenta Salgado en una fantástica, estupenda y maravillosa entrevista (que le ha hecho mi jefe). Salgado lleva un año de aúpa. Congeló las pensiones, redujo el sueldo de los funcionarios, rebajó inversiones y gasto social, y ahora rematará la faena de la reforma laboral y las pensiones: más tijera (de ahí ese tono lastimero de Salgado como aviso a navegantes). Flexibilidad fue siempre la palabra fetiche del PP y ahora también lo es del PSOE, que ha doblado la cerviz ante los mercados. Es de cajón: si tú le pides 10.000 millones al mercado cada año, al final tendrás que hacer todo lo que el mercado quiera. Y quiere recortes: flexibilidad, que es más fino.

No hay país más flexible que EE UU. Lo suyo les ha costado: hacia 1890, tras una grave crisis causada por la banca (valga la redundancia), la textil Sanford Spinning Mill obligó a sus empleados a escoger entre un recorte salarial o el cierre de la fábrica. "Prefieren el cierre; no desean ningún recorte", escribía estupefacto un periodista. Los empresarios nunca olvidan: Henry Frick, emperador de Wall Street, contrató por esas fechas a un ejército de sicarios para expulsar de sus fábricas a los obreros: quería contratarlos de nuevo con salarios más bajos. Y lo hizo, tras matar a decenas de infelices que se resistían. Frick fue un gran filántropo, una moda que EE UU ha extendido por todo el mundo: no importa cómo gane uno su dinero ("detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen", Balzac) si dona a la beneficencia lo bastante para tranquilizar su conciencia y ganarse el cielo. "Creería en Dios si me enviase una señal clara, como ingresar dólares en mi cuenta suiza", dice Woody Allen. Como no me fío de la buena fe de los filántropos que circulan por ahí, yo también me resisto a creer en Dios. Prefiero a Woody.

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