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Crónica:gente
Crónica
Texto informativo con interpretación

Boda en la mansión de los Astor

Chelsea Clinton se casa el sábado en Rhinebeck, un pueblito del Estado de Nueva York

La prensa norteamericana ha volcado su atención en Rhinebeck, el pueblecito del Estado de Nueva York en el que yo echo de menos a diario las galletas Chiquilín y los mejillones Cuca. Los medios se preguntan qué tendrá esta villa, parecida a una maqueta del Ibertrén, para que los Clinton hayan decidido celebrar aquí la boda de su hija y pillar a los cronistas sociales con el paso cambiado.

Estamos a punto de vivir lo más parecido a un enlace real que puede producirse a este lado del Atlántico. El sábado se casa Chelsea y lo hace, faltaría más, en una gran mansión. En una de las muchas que aún se levantan en la orilla este del Hudson. Fiel recuerdo de un tiempo en que los multibillonarios como Vanderbilt, que amasaron fortunas gracias al acero y al ferrocarril, no pagaban impuestos y podían permitirse una casa de cinco plantas en la Quinta Avenida; una casona en las playas de Long Island; y una mansión en el campo para observar en otoño el cambio de color de las hojas de roble, arce y castaño.

La casa se vende por nueve millones de euros, pero de momento se alquila
Hillary conoció el lugar en la campaña electoral y le gustó para el enlace

Mansiones que, en algunos casos, han pasado de generación en generación y cuyo mantenimiento resulta difícil a sus herederos. El dueño de Rokeby alquila los graneros y las casas de servicio adyacentes a estudiantes de Bard College para poder pagarle al fisco los 200.000 dólares (153.000 euros) anuales del impuesto de bienes inmuebles.

La mayoría, sin embargo, conservan aún su original esplendor. Unas, gracias a que estrellas como Robert De Niro o Annie Leibovitz han encontrado en ellas refugio. Otras, porque especuladores de Wall Street que firmaron contratos con licencia para arruinar a media humanidad y cláusulas que imposibilitaban su propia ruina, después de mandar al paro a tres millones y medio de almas en Estados Unidos, aún se permiten la vergüenza de mantener sus casitas de fin de semana. Y, el resto, como la maravilla arquitectónica de Edgewater, en la que Gore Vidal perfiló el guión de Ben Hur, pertenecen a mecenas privados o a fundaciones que las adquirieron para preservarlas.

La princesa Chelsea se casa en una mansión habitada. Vive un matrimonio muy agradable, Kathy y Arthur, que la compraron en 2005 por 3 millones de dólares (2,3 millones de euros) y han dedicado estos cinco años a restaurarla. Está a la venta por 12 millones de dólares (nueve millones de euros) desde hace meses pero no encuentran comprador. ¿Demasiado cara? No es eso. Doce millones por esta joya no es nada si se compara con lo pagado por una pareja australiana de recién casados por la de Callendar House. Qué va. El problema es que no tiene espacio para aparcar. Como lo oyen. La antigua residencia de Jacob Astor, diseñada en 1902 por el famoso arquitecto Stanford White, está construida sobre una colina y, a esa altura, la edificación no tiene mucho terreno a su alrededor. Lo justo para aparcar dos o tres coches. A lo sumo cuatro. No más.

Desde la carretera, se accede a través de un camino serpenteante, bordeado de acacias centenarias, que en su ascenso forma terraplenes que lo separan de los cientos de hectáreas que componen el resto de la finca. O sea, que los invitados a la boda tendrán que aparcar a la entrada y recorrer en un carrito de golf el kilómetro generoso de distancia hasta la casa. Un engorro que quienes están dispuestos a invertir una millonada no quieren asumir. Una casa de este tipo se la compra uno para montar recepciones, y lo mínimo que pide es que sus invitados puedan llegar a ella sin problemas. Una pega a la que el FBI no le ve más que ventajas. Lo soñado para garantizar la seguridad en una fiesta que va a congregar a lo más sonado de la sociedad norteamericana.

La finca limita al este con el Hudson. Un río de ida y vuelta. Un estuario de aguas dulces y saladas que alcanza en este punto los tres kilómetros de orilla a orilla y se eleva dos metros y medio con las mareas. Si algún malevo intentase cruzarlo con fines perversos, los federales le detectarían una hora antes de que pudiese alcanzar su objetivo. La linde del oeste bordea una carretera prácticamente sin coches, Riverside Road, que puede ser cortada sin ocasionar mayores problemas. Y al norte y sur de la mansión Astor, se abren inmensas extensiones de pasto donde la seguridad privada, estudiantes locales contratados para impedir la entrada a periodistas y curiosos, resalta sobre el terreno como tachuelas en una máquina de pinball. Los privilegiados vecinos tampoco van a ser un problema y algunos de ellos, como la cantante de Diez Mil Maniacos, Natalie Merchant, puede que estén invitados a la ceremonia.

Si alguien se plantea cómo a un arquitecto de la talla de Standford White se le pudo pasar por alto el detalle del aparcamiento, la respuesta tiene truco. La mansión de los Astor en la que se casarán Chelsea Clinton y Marc Mezvinsky no es en realidad la mansión de los Astor. La casa original, construida en medio de la pradera, desapareció en un devastador incendio. Lo que queda es la casa de juegos construida para entretener a las visitas. Una edificación blanca de estilo neoclásico con grandes columnas. Un palacio. Un recinto tan amplio que incluye en su interior una pista de tenis de tierra batida, con forjado modernista de cristal y hierro, y una piscina cubierta con suelos de mármol y ventanales que dan a la inmensidad del río. Una pasada de las dimensiones del castillo de Hearst en California.

El resto de las estancias estaban habilitadas para mesas de billar y tapetes de apuestas, pero la reforma ha convertido el casino en un verdadero hogar. La mansión cuenta hoy con varios dormitorios; un despacho biblioteca con chimenea de esas en las que te puedes meter dentro; un baño en el que cuando silbas escuchas tu propio eco y la bañera tiene patas; un comedor para que cenen sin apreturas decenas de comensales y varios salones con molduras y lámparas lujosas.

A la secretaria de Estado norteamericana le hicieron aquí los demócratas una fiesta para recaudar fondos. A Hillary le entusiasmó el sitio y se decidió a pedirles un último favor a sus propietarios. No sabemos, porque se lleva el asunto en secreto, si la cesión de la casa da derecho a disfrutar del convite junto a Spielberg y Barbra Streisand. Pero es público que un hombre de negocios se queja de haberle prestado a Bill Clinton en numerosas ocasiones su jet privado, con piloto incluido, y, a pesar de ello, no haber recibido una de las 400 invitaciones.

Asuntos terribles para gente con preocupaciones ajenas a las del resto de los que habitamos el pueblecito neoyorquino de Rhinebeck; simples mortales que observamos curiosos como los helicópteros sobrevuelan las casitas victorianas, como enfocan las cámaras a los conductores sospechosos de ser alguien y como, misteriosamente, cierran temporalmente hoteles como el Belvedere o no se admiten reservas en restaurantes en los que hasta ayer resultaba fácil encontrar mesa.

Uno de los hoteles de Rhinebeck, lleno por la boda de la hija de los Clinton.
Uno de los hoteles de Rhinebeck, lleno por la boda de la hija de los Clinton.REUTERS
A la izquierda, los novios de la boda del año en EE UU, Chelsea Clinton y Marc Mezvinsky. A la derecha, una tarta de recuerdo.
A la izquierda, los novios de la boda del año en EE UU, Chelsea Clinton y Marc Mezvinsky. A la derecha, una tarta de recuerdo.GTRESONLINE / REUTERS

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