Otros veranos felices
Es muy posible que para los que tenemos más años por detrás que por delante las experiencias más dichosas de la vida se reduzcan a tres o cuatro recuerdos más o menos insignificantes pero en todo perdurables de la infancia, o, mejor dicho, de la infancia de la infancia. Cada adulto conserva como un fardo su particular Rosebud recurrente y ya irrepetible, que se acrecienta con el paso de los años y donde se manifiesta ya de manera irreversible que el tiempo pasado ya nunca volverá. Más que aprender a sumar en el colegio, o a montar en bicicleta, o a hacer los primeros amigos del alma que suelen durar un par de meses, o a disfrutar con los primeros cuentos de hadas, la certidumbre de la memoria tranquila se asienta más bien en los veranos, ese territorio de una disponibilidad infinita, donde el día se alarga hasta la plenitud de una noche bien entrada y parecería que cualquier obligación carece de sentido, precisamente porque se tiene todo el día (y toda la vida, pero eso se ignora a edad temprana) por delante hasta llegar muertos de sueño, y tal vez también de sueños a la espera, como una llamada todavía no perdida, a una noche en la que siempre habrá un castillo de fuegos artificiales, la actuación de unos payasos en el casino o el deambular sin rumbo por las olas de la playa hasta que los mayores dicen basta y mañana será otro día. Nunca lo es en verano en la playa o en la piscina, y precisamente los niños esperan que se repita como el anterior, como si el tiempo fuera una sucesión de presentes que ignora su pasado y nada quiere saber de su futuro.
Ahora de las playas de la infancia ya no queda nada, como tampoco de aquel merendero de cañizo a pie de ola cerca de Natzaret, donde los domingos los mayores nos llevaban a los críos en familia, con la comida traída de casa en fiambreras, ante el espanto del camarero jefe cuando nos veía llegar, sabedor de que ocuparíamos un par de mesas a cambio de un par de botellas de agua fresca. Cuando que quejaba de la desproporción, que era siempre, pedíamos un par de limonadas y, a eso de la media tarde, cuatro helados de nada para ocho pequeños, a repartir equitativamente. Era entonces cuando el camarero renegaba porque, encima, tenía que depositar los restos de la comida en los cubos de basura. Los días eran felices, las tardes más pausadas, y el inicio de las noches era una fiesta en el también desaparecido cine al aire libre de Benimar, donde vimos las primeras películas americanas, y donde los críos íbamos cayendo uno tras otro de puro cansancio y entonces se abandonaba la sesión de ilusiones nocturnas de pantalla antes de que terminara porque había que llegar cuanto antes al tranvía que nos dejaría cerca de casa. El recuerdo está hecho de lo que ya no existe. Porque, como decía Faulkner, "la memoria cree antes de que el conocimiento recuerde".
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