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Reportaje:PASEANTE EN CRISIS

Paz a pleno sol

Heme aquí de nuevo, su columnista ocasional. Hace un año les hablé desde mi balcón, un pequeño voladizo desde donde registré sensaciones estivales. Este verano he decidido bajar a la calle y pasear. Unos andurreos sin rumbo fijo ni pretensiones monumentales, por calles y plazas ordinarias, casi sin tránsito.

Caminar sin objetivo, solo para quemar el tiempo. El futuro es tan chungo que es mejor dejarse llevar, obnubilarse. Si no nos quedamos sin trabajo, nos quitarán la pensión, o nos abandonará la amante o los hijos se convertirán en mileuristas para siempre. Mejor orillar las penas futuras, abandonarse al sopor agosteño, negar la tragedia hasta que nos embista.

En vacaciones, la gente se vuelve loca buscando esa paz, darse una última oportunidad antes de volver al marasmo. Algunos optan por la isla paradisíaca. Se dejan un pastón por una semana a la sombra del cocotero que les prometen en las webs de viajes. Lástima que cuando llegan al islote se dan cuenta de que no es más que otro resort de todo incluido (dos por uno si lo contrata antes de junio, y si lo contrata después, también), lleno de parejitas en luna de miel, que se pasan el día juntándose con otras parejas ilusas para evitar a toda costa quedarse a solas y enfrentar las primeras trifulcas conyugales.

Mejor orillar las penas futuras, abandonarse al sopor agosteño
Pasear por cuestas y parquecillos a las horas centrales garantiza la paz
Madrid es una estepa con rascacielos provincianos y fuentes horteras
Los parados olvidan sus penas en el discurso maternal de Ana Rosa Quintana

Y no digamos nada de estos tour aventureros con trekking por supuestas selvas que están más señalizadas que el paseo de la Castellana. Casi todas incluyen noche étnica en la aldea tribal. A los turistas, enfundados ridículamente de Panamá Jack, cantimplora incluida, les exigen puntualidad absoluta en la llegada al poblacho: temen que a los lugareños no les dé tiempo a quitarse los short y la camiseta Nike, antes de disfrazarse de indígenas no contaminados por el hombre blanco. Pero, ¡coño!, si la mayoría de los autóctonos son más políglotas que sus visitantes.

 En Madrid esa paz está al alcance de todos los bolsillos, y sin esfuerzo alguno. Basta buscar un escenario hostil y una hora adecuada y el sosiego está garantizado. Las horas centrales -entre las dos y las cuatro de la tarde- y las cuestas empinadas, que la plebe elude por mera aplicación de las leyes fundamentales de la Mecánica, se adecuan perfectamente para preservar la divagación.

También sirven a este propósito los pequeños parques de barrio, esos jardincillos impostados que promueven las juntas municipales y que no son sino bloques de cemento de variadas formas geométricas, disimulados de espacio verde con cuatro retoños de árboles, de incierto futuro, y sombra egoísta y diminuta, sin utilidad humana alguna, pues no pueden ocultar del sol ni a la silueta de un caniche.

El calor ayuda a la amnesia que ansío. Me encanta encarar las cuestas a plena solana, dejar que el sol se refleje en mi coronilla calva, que la abrase hasta hacerla exudar. O recorrer el parquecillo, como un perro vagabundo, regodeándome en la lectura de papeles tirados.

Nadie perturba la tranquilidad. Como mucho veo a algún vendedor senegalés, con su hatillo de DVD piratas. Cierro los ojos e imagino al esclavo bozal en la cubierta del galeón, manchado por los vómitos del viaje, esperando el cuenco de agua estancada de la mano de sus raptores. A veces, también pasa fugazmente un corredor sofocado, y pienso en ese atleta de fondo segundón que prepara su carrera final, solo, por caminos secundarios, y en su agotamiento sueña con una victoria que nunca llegará. Estas fabulaciones de personajes sufrientes sedan mi conciencia.

Madrid es una estepa con rascacielos provincianos y fuentes horteras, que parecen compradas en esos almacenes al aire libre que están a los lados de las carreteras nacionales y exponen enanos y falsos silfos de piedra. Caminar por esta ciudad sin heráldica conviene a mis propósitos de olvidarlo todo, porque salvo en un cogollo museístico -el que va de Atocha a Cibeles- no hay temor de toparse con ningún monumento que distorsione mi ordinario paseo.

Nadie perturba mi paz en estos espacios desolados. A esas horas, los oficinistas ahogan sus tribulaciones en un pacharán con hielo mientras miran absortos en el plasma del bar de menú a los ciclistas dopados del Tour. Y los parados, lejos de estar en los bancos del parque, al sol de los lunes de Bardem, se repantingan en sus sofás y disuelven sus penas en el discurso maternal de Ana Rosa Quintana y el vozarrón de Madre Coraje de Belén Esteban.

Dos bancos del parque situado en la avenida de la Esperanza.
Dos bancos del parque situado en la avenida de la Esperanza.ÁLVARO GARCÍA

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