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Reportaje:

El tesoro vuelve al claustro

El monasterio de El Paular recupera 50 obras de Carduccio 175 años después

El Museo del Prado alberga dos tipos de tesoros. Unos, cuyo valor permanece invariante a lo largo del tiempo; son los más conocidos. Pero hay otras joyas cuya valía se acrecienta silenciosamente a medida que discurren los años. Es el caso de la colección de 50 pinturas de gran formato realizadas por el florentino Vicenzo Carduccio por encargo del prior Juan de Beza. Fueron pintadas a comienzos del siglo XVII para la cartuja de El Paular (Rascafría), el monasterio medieval situado en las faldas de Peñalara, la cumbre más elevada de la región madrileña. Para que tan excelsas telas regresen íntegras al lugar de donde salieran tras la desamortización de Mendizábal, en 1835, apenas falta culminar un puñado de gestiones administrativas -"no son competencia del Gobierno regional", dice una portavoz- ya que el Museo del Prado tiene restauradas ya las obras. El claustro que las albergó durante dos siglos está listo para acogerlas, tras una cuidadosa actuación del arquitecto Eduardo Barceló por encomienda del Ministerio de Cultura.

Solo unos trámites impiden culminar el regreso de la colección al cenobio

Una vez despejada la cuestión de la titularidad del ajuar, este magnífico repertorio pictórico, exponente de la pintura religiosa e histórica del barroco, próximamente podrá volver a ser admirado en su lugar de origen, un cenobio gótico de gran riqueza artística enclavado en un paraje natural de excepción. Climatizado el claustro cartujo, estudiados los efectos lumínicos que se proyectarán sobre las obras recolocadas, todo está a punto para que tan sublime colección retorne a su lar.

Las pinturas de El Paular cuentan la historia de esta orden monástica de origen medieval, singularizada por su austera entrega a la oración y a la vida contemplativa. Bruno, su fundador, asistió con horror a una suerte de milagro a la muerte de un clérigo que fue llamado por la divinidad cuando expiraba. Movido por el arrepentimiento, funda la cartuja, cuya regla se expande por Europa meridional, Francia, Italia y España. En el monasterio madrileño de El Paular -que atesora, restaurado, un retablo de alabastro y polícromo único en Europa- adquiere la cartuja su máxima expresión artística gracias a la serie pintada por Carduccio.

El toscano Vicenzo Carduccio había llegado a Madrid con apenas siete años, de la mano de Bartolomé, su hermano mayor. Se ha sugerido que su apellido y posterior vinculación a la cartuja pudiera tener relación con una supuesta filiación. En su madurez, Carduccio sería considerado no solo artista de importancia en su condición de pintor de la corte de Felipe IV sino, además, la de tratadista como autor de Diálogos de la pintura. Durante 200 años, hasta 54 pinturas de grandes dimensiones, surgidas del pincel de Carduccio entre 1628 y 1630, decoraron espléndidamente los vanos góticos de los muros de las cuatro galerías del claustro mayor del monasterio cartujo. Pero, con la desamortización de bienes de la Iglesia católica que lleva el nombre del ministro Juan Álvarez Mendizábal, en 1835, tan espléndida colección fue desarraigada de aquel claustro, desclavada cada tela pintada al óleo, desmarcada de sus recuadros de escayola estucada y desmontada pieza a pieza. Trasladado desde El Paular a Madrid en caballerías, tan aparatoso ajuar fue a parar al museo de la Trinidad, situado en la madrileña calle de Atocha. A partir de 1850, la colección cartujana quedó dispersada por museos de España tan distantes como Córdoba y La Coruña, Zamora y Tortosa. Cuatro obras se perdieron, las dos que fueron a la ciudad tarraconense más dos escudos en forma de tondo que jalonaban el acceso al claustro. Pero el conjunto de 52 cuadros de gran formato, 3 metros de anchura por 3,45 de altura, conservado a la usanza de la época, vino casi milagrosamente a dar al Museo del Prado, que los distribuyó por museos españoles. En los últimos 10 años, el conjunto pictórico ha sido plenamente restaurado y recobrado por un equipo regido por Leticia Ruiz y puesto en el valor que tan magno conjunto artístico merece. "El milagro de la financiación de su restauración fue posible gracias a una partida de 500.000 dólares obtenida en un intercambio por el Prado gracias a una exposición de joyas pictóricas españolas del siglo XVIII en la ciudad estadounidense de Jackson, Misisipi, hace algo más de una década", explica Ruiz.

Hubo que actuar sobre cada obra con la dificultad añadida de unos formatos para cuyo tratamiento el Museo del Prado, 10 años atrás, no estaba preparado, a diferencia de la soltura espacial y de recursos científico-técnicos, exponencialmente desarrollados, con los que hoy cuenta. El Prado desplegó no obstante su panoplia de especialistas, que complementó con la contrata de servicios de la empresa Roa.

Leticia Ruiz se puso manos a la obra: lo primero era estudiar y documentar cada pieza, tras la radiografía de algunas obras, operación que reveló la atinada esquematización de cada dibujo aplicada por Carduccio para consumar su hechura. "Pudimos comprobar la pulcritud del pintor toscano, que apenas mostraba arrepentimientos (correcciones) en sus trazos, aunque que sí vimos pequeños y habituales retoques", explica la restauradora y conservadora cántabra, jefa del Departamento de Pintura Española hasta 1700 del Museo del Prado. "Llama la atención el rigor del relato pictórico, que se presenta dividido en escenas de la vida del fundador de la orden, San Bruno, y por la otra, en martirios y milagros de algunos monjes". Se refiere a la matanza de cartujos en Londres en una persecución anticatólica consumada en el siglo XVI. La siguiente tarea consistió en recortar inicialmente las esquinas añadidas en una intervención de urgencia que les fuera aplicada a todas las pinturas a su llegada a la Trinidad a manos de los restauradores Kuntz y Cruz; recobraron pues la forma rematada en arcos de medio punto que adquirieron originalmente por decisión de Carduccio para poder insertarlas en los vanos góticos del recinto claustral. Limpieza, eliminación de repintes, instalación sobre bastidores pusieron a punto este ajuar irrepetible cuyo tamaño exigía torsiones incesantes a los protagonistas de su restauración. Y, sobre todo, lo más difícil, hubo que recuperar el relato, la disposición secuencial, hasta ahora perdida, que en su día tuvieron.

Contrasta la magnificencia artística de esta colección pictórica con la austeridad de la orden cartuja, signada por un compromiso perpetuo con el silencio.

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