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Columna
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Aguafiestas

Entrevistado en televisión, un vendedor de banderas de Barcelona se ufanaba de la buena marcha de su negocio. A la venta de banderas españolas propiciada por el mundial de fútbol se unía la de senyeras catalanas para la manifestación contra la sentencia del Estatuto. Buenos tiempos para la épica. El feliz vendedor explicaba que algunos clientes se apuntaban al dos por uno, la senyera para la marcha del sábado y la española para la celebración deportiva del domingo en la fuente de Canaletas. Con siete jugadores del Barça entre sus filas, La Roja se catalanizaba al grito de Visca Espanya, sin la eñe que marca la diferencia idiomática. Satisfechos se mostraban también los directivos de una marca de artículos deportivos, patrocinadora de la invicta, que habían batido un récord en la venta de camisetas, y se veía bastante animados a los empresarios del sector hostelero y a los fabricantes de cerveza y otras bebidas refrescantes. "El que no lleva puesta la camiseta de la selección es que la está lavando", declaraba un ciudadano interrogado por este periódico entre bote y rebote. Con las latas consumidas en España en estos días mundialistas podría haberse levantado una montaña de la estatura del Everest. Seguro que estoy exagerando, pero vivimos en días propicios a la exageración. La montaña cervecera crecía a diario en los chistes de Forges enterrando a sus felices constructores. Con las banderas españolas vendidas estos días se podría alfombrar de aquí a París, aunque es posible que Sarkozy cortara el paso de la frontera, que en el Elíseo no está el horno para cruasanes entre la financiación cosmética de L'Oréal y el fiasco de la selección balompédica que se fue de Sudáfrica abucheada por un coro de vuvuzelas desafinadas.

Con las latas de cerveza consumidas se podría levantar una montaña de la estatura del Everest

Con Franco esto no hubiera pasado, para empezar la selección no se hubiera llamado La Roja, sino la Colorada, por la connotación política del término y por la facilidad con que le sacaban los colores al combinado nacional en las competiciones internacionales. "Las banderas eran cada vez más grandes y los hombres más pequeños", anotaba El Roto ayer, martes y trece, día de generalizada resaca y de vuelta a la normal anormalidad de los días no feriados. Ponerle pegas al merecido triunfo de la mejor selección española de todos los tiempos podría ser delito de lesa Majestad, así que me centraré en los aspectos no deportivos de un evento que se salvó por los pelos de ser organizado por El Bigotes y sus colegas, con los vuelos a cargo de las aerolíneas de Díaz Ferrán. Hace unos días en estas páginas me quejaba del exagerado despliegue de banderas españolas, con o sin el logo de las marcas patrocinadoras, y un lector amigo me advirtió de que mis argumentos estaban muy cerca de los de algunos sectores de la extrema derecha, que se sentían indignados por el presunto secuestro del emblema nacional y su banalización con fines comerciales y lúdicos. La bandera que sustituye el escudo por el toro tremola en los estadios de fútbol. Fútbol y toros, dos pasiones nacionales sobre las que hay que andar con pies de plomo.

Hoy (por ayer) cuando me disponía a escribir una columna sobre el bochornoso (la temperatura llegó a alcanzar los 40 grados) espectáculo de la multitudinaria procesión que colapsó las calles de Madrid y los canales de las televisiones públicas y privadas para recibir a los fatigados y hambrientos héroes, era mi esposa la que me advertía sobre los riesgos de convertirme, una vez más, en un aguafiestas. Tiene razón, siempre la tiene. Es preferible dejar tan desabrido papel, por ejemplo, al presidente de los empresarios madrileños que se declara en ese periódico "escéptico sobre los beneficios de la victoria". Aunque no soy un fanático del fútbol ni de ninguna otra cosa he seguido, con el corazón en un puño, como tiene que ser, todos los partidos de la selección y he contribuido patrióticamente a multiplicar el consumo de una marca nacional de cervezas. He cumplido, pero no me pidan más. Las 12 horas ininterrumpidas de programación televisiva sobre el cortejo triunfal marcaron un hito, esperemos que irrepetible, en un género especialmente tedioso: el de las retransmisiones de procesiones, bodas o funerales. Los sufridos profesionales, durante las interminables horas en las que no pasa nada, solo gente, se ven obligados a tomar declaración a los seguidores del cortejo y a prestar eco a sus jubilosos himnos y consignas. Una de las más coreadas el lunes pasado decía: "España, entera, se va de borrachera". Esta columna iba a versar también sobre la inevitable resaca, la huelga del metro y el próximo debate del Estado de la nación; pero me han convencido, no quiero ser un aguafiestas.

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