Azote de rojos y sodomitas
Leamos juntos: "Por eso me cago en la verdad cuando es roja, porque sé que no es verdad, sino un estudiado producto de laboratorio". Ya ven: vuelve (una vez más) Rafael García Serrano (1917-1988), el sutil escritor falangista autor de la moderadamente vanguardista Eugenio, o proclamación de la primavera (1938), que tuvo el mérito de seguir siendo igual de fascista al principio de su peripecia que al final: sin tapujos, al contrario que la tropa de reciclados a la democracia que nos trajo aquella Transición que hoy algunos ponen en solfa (mientras regresan momias ataviadas con camisas nuevas bordadas en rojo ayer). Recuerdo haber leído algunos de sus comentarios últimos en El Alcázar -desde donde se azuzaba el golpe de febrero del ochenta y uno-, siempre en ese lenguaje en que la escatología cuartelera y homófoba se mezclaba con la dialéctica fascistizante. Como escritor lo tenía claro: "Yo sirvo en la literatura como serviría en una escuadra. Con la misma intensidad y el mismo objetivo. Cualquier otra cosa me parecería una traición". Bueno, pues resulta que en estos tiempos de Intereconomía y demás oráculos ultramontanos que anuncian, como el conde don Julián (que, sin embargo, no era falangista), la pérdida de (¡¡¡) España (!!!), el antiguo franquista goza del privilegio de una nueva resurrección. Si estuviera vivo seguramente podríamos verlo en Alto y Claro, o en otras muchas tertulias en que cualquier tiempo pasado (sobre todo la época de Aznar) fue eternamente mejor. Homo Legens, un sello que edita (con solidez material, todo hay que decirlo) un catálogo que "quiere reivindicar los valores de la cultura cristiana occidental, la civilización de los valores perennes", ha publicado su célebre Diccionario para un macuto, un libro dedicado a "Francisco Franco, el general de mi juventud", que tanto agradaba al eximio escritor (y en cierta época abogado de Espasa) Vizcaíno Casas. En la misma mesa de novedades me sorprende la reedición (en Styria, otra editorial con marcadas filias) de Sinfonía en Rojo Mayor, de José Landowsky, un libro "traducido" por el policía franquista y agente provocador (su especialidad era infiltrarse en los grupos "subversivos") Mauricio Carlavilla (alias Mauricio Karl). Carlavilla, tan infame escritor como furibundo anticomunista y antimasón, tuvo su público en los años de plomo: recuerdo que había un cura en mi colegio que se paseaba por el patio leyendo en voz alta fragmentos de su Antiespaña 1959 (editorial Nos), un libro cuyas tesis no desentonarían ahora en las referidas tertulias (también entonces ¡¡¡España!!! estaba en grave peligro). Por cierto, que del señor Carlavilla he adquirido hace poco en una subasta su célebre Sodomitas (Nos, 1956), en el que se demuestra que, además de rojos y masones, casi todos los malos eran "sodomitas", incluyendo, según conjetura, a Robespierre y, naturalmente, a Azaña ("pasivo homosexual", en su peculiar taxonomía). En fin, que además de la novela histórica, la novela negra y la narrativa del yo, una nueva moda (nada nórdica) llega para animar el mercado: el revival fascistoide. A ver si lo reflejan las listas de éxitos antes del 18 de julio. Sería un detalle.
Bragas
No hay duda: con la crisis, como con la edad, sacamos lo peor de nosotros mismos. Aplicada al mundo de la edición, esa verdad significa que algunos de sus protagonistas (editores, autores, expertos en mercadotecnia, etcétera) creen que cualquier cutrez está justificada con tal de arañar unos céntimos o atraer la atención de un lectorado cada vez más selectivo (en sus gastos). Me encuentro, por ejemplo, en una mesa de novedades de "esos" grandes almacenes, con un libro cuyo título se ha ganado el derecho a figurar en mi lista anual de los "10 títulos más espantosos de la industria". Se trata de No es tan fácil llevar bragas (de Ana Manrique), de cuyos paratextos elijo dos diamantes: "Una novela llena de rabia de mujer" y "un mosaico amargo y vital a la vez que nos hace reflexionar sobre el papel y los logros de la mujer de nuestro recién estrenado siglo". Comprenderán mis improbables lectores que, tras tanto empeño suasorio por parte de la editorial (Temas de Hoy), no la haya incluido entre mis desiderata de este verano. Sí, ya sé: no se debe juzgar un libro por su cubierta, y tampoco por sus paratextos. Quizás mis prejuicios me estén vetando el conocimiento de una nueva Virginia Woolf, de quien, por cierto, me viene a la cabeza sin razón consistente una lapidaria sentencia de su artículo The Modern Essay (1925) en la que se refería a la reacción de algunos lectores ante ciertos ejercicios de impudor: "Nos sentimos asqueados a la vista de triviales personalidades descomponiéndose en la eternidad de lo impreso". Pero ars longa (incluso muy longa, si recordamos los 76.000 títulos de 2009) y vita brevis, de manera que reivindico mi derecho a elegir lo que leo y comento, incluso dejándome llevar por mis prejuicios (yo me lo pierdo). Más bochornoso (como el ambiente) me resulta un catálogo de una editorial de un importante grupo de comunicación (caliente, caliente, que te quemas) en el que se reproduce la cubierta de una nueva edición de Madame Bovary en la que figura como autor Gustave (y atención a la oclusiva labial sonora) Flauvert. Supongo que a estas alturas ya lo habrán corregido y, de paso, el texto explicativo que asegura que la novela está "considerada una de las mejores obras lingüísticas de la historia". Y es que hay que tener cuidadito y revisar siempre lo que se publica. Claro que, como nos advertía Aristóteles en su Ética Nicomaquea, "lo que debemos aprender antes de poder actuar, lo aprendemos actuando". Con o sin bragas.
Estadísticas
Se publica, con el consabido retraso, el estudio anual sobre mercado interior publicado por la Federación de Gremios de Editores (FGEE). Para contrastar, hago la lectura de la botella medio vacía: aunque parezca incongruente con el incremento geométrico de las devoluciones, en 2009 se publicaron 76.200 títulos, ¡un 4,4% más que en 2008! Como era de prever, las tiradas medias (4.328 ejemplares) cayeron (un 14%), y el número total de ejemplares vendidos, también (un 1,9%). Y también cayó -a pesar de lo esperable- la edición de bolsillo (un 2,8%). La facturación del sector disminuyó un 2,4%, lo que no es una cifra terrible, comparada con datos foráneos. Más escalofriante (pero sintomático) me resulta el espectacular aumento de la venta de libros en los hipermercados. El precio medio es de 13,17 euros, lo que convierte el libro en un producto al que pocos calificarían de barato. El de texto supone el 27,2% de los ingresos totales de la industria, una cifra que explica el interés de Planeta por entrar en el exclusivo club (ya veremos cómo). Las cifras del estudio no son como para echar cohetes, de manera que leyéndolo he sonreído aún menos que Cristo en el Nuevo Testamento.
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