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Reportaje:

Un torrente de luz

Javier Sampedro

"No puedo reprimir una expresión de sorpresa", escribía el premio Nobel holandés Hendrik Lorentz en los años veinte, "ante el hecho de que, a juzgar por las informaciones de The Times de Londres, haya tantas quejas sobre la dificultad de entender la nueva teoría de la relatividad. Es evidente que el librito de Einstein Sobre la teoría de la relatividad especial y general no ha llegado a Inglaterra en tiempos de guerra". La reprimenda de Lorentz al público británico, sin duda un punto ingenua, se puede extender en el tiempo y el espacio hasta llegar a nuestros días y alcanzar a los públicos más diversos, incluido el holandés. La relatividad de Einstein sigue siendo el paradigma de lo impenetrable, casi un sinónimo culto de la oscuridad. Y sin embargo ahí está el librito de divulgación de Einstein (Sobre la teoría de la relatividad especial y general, Alianza) al alcance de todo el que quiera leerlo. El físico lo escribió en 1917, solo un año después de formalizar la versión final de la relatividad, como si no hubiera nada más urgente entonces que poner su teoría a disposición del público. Y allí están la mayor parte de los recursos divulgativos que se han utilizado después mil veces por otros autores para explicar la relatividad: el tren en marcha, el peatón parado junto a la vía, el pasajero que camina por el vagón, los dos relojes que miden tiempos distintos. En el primer apéndice Einstein muestra cómo llegar a las ecuaciones de la relatividad especial con unas ramplonas matemáticas de bachillerato. El libro es el antónimo de la oscuridad. Los grandes descubrimientos científicos son grandes porque arrojan un torrente de luz y claridad a su disciplina. La genética era genuinamente incomprensible para el lego hasta mediados del siglo XX: cincuenta años de trabajo de centenares de laboratorios de todo el mundo habían producido tales masas de datos que ni siquiera los especialistas podían presumir de conocerlos por encima. De hecho, un trabajo crucial donde Oswald Avery demostraba que el ADN era el portador de la información genética había pasado casi inadvertido para la comunidad científica. Pero esa situación cambió de forma instantánea en 1953, cuando James Watson y Francis Crick descubrieron cuál era la forma física de los genes: la ahora célebre doble hélice del ADN. Esa forma contiene en sí misma una explicación luminosa, simple y elegante de casi todas las complejidades de la herencia en casi todos los organismos del planeta. Desde esa fecha, la genética se puede explicar a un niño sin el menor problema. Y fue también uno de los descubridores, Watson, el primero en ocuparse de divulgar el hallazgo al público general. Su librito -por seguir con la nomenclatura de Lorentz- La doble hélice (Alianza) es un clásico de la divulgación, además de una buena lectura. La ciencia no puede ser incomprensible, puesto que versa sobre el entendimiento. Pensar con claridad es casi lo mismo que escribir con claridad, y las librerías están cada vez más llenas de luz.

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