Habitaciones
Caí, navegando, en una página web muy oscura. Al poco distinguí un interruptor digital sobre el que di un golpe de ratón, haciéndose la luz. Apareció entonces un dormitorio que se parecía de un modo algo siniestro al mío. En una esquina de la pantalla se informaba de que en ese momento nos encontrábamos en la página cinco visitantes. Me inquietó la idea de encontrarme en compañía de otras cuatro personas a las que no me era posible ver, cuatro fantasmas. Quizá alguna de ellas, pensé, dispusiera en su ordenador de una herramienta que le permitiera distinguir a los otros. Salí de la página y me puse a trabajar. Pero no se me iba aquella habitación de la cabeza, así que volví a entrar. Estaba equipada, como la mía, con muebles de Ikea, de ahí, cavilé, su parecido. Pero tenía, como la mía también, en la pared de la derecha, una ventana a cuyo paisaje te podías asomar con un par de movimientos del ratón. Preferí permanecer quieto, a ver si se escuchaba una respiración, un roce, una tos, algo que delatara otras presencias, además de la mía. En ese momento visitábamos la página dos personas. Resultaba un poco violento saber que te encontrabas a solas con un desconocido. A ver si se manifiesta, me dije, y separé la mano del ratón. Mientras esperaba, alguien entró y salió como el que abre una puerta y echa una ojeada. Pensé que la otra persona (¿una mujer, otro hombre, un niño, una adolescente?) permanecía, como yo, al acecho. Pasado un rato, tomé de nuevo el ratón y me dirigí a la ventana. Lo que vi me estremeció. Al otro lado había una calle idéntica a la que se ve desde la ventana de mi dormitorio analógico. Esa noche, mientras cenábamos, mi mujer me contó que, navegando por Internet, había ido a caer en una habitación que le recordaba vagamente a la nuestra. No me atreví a preguntarle a qué hora había estado allí.
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