Presidente Del Bosque
El seleccionador lanza un mensaje de optimismo frente a los agoreros de la crisis económica
Vicente del Bosque se levanta todos los días a las siete en Potchefstroom, se pone el chándal y baja a desayunar el primero. O el segundo, cuando Carles Puyol, el más madrugador de los jugadores, le gana de mano. Luego abre su ordenador portátil, se ciñe las gafas y lee unos diez periódicos, visita los blogs deportivos españoles más populares y repasa los comentarios de los foros con detenimiento.
"¡No leas tanto!", le dice el director general de la federación, Fernando Hierro, preocupado por las consecuencias emocionales de la vocación de su técnico. Del Bosque lee porque se siente en la obligación de conocer al país que representa y a su gente. Lee porque además de dirigir a un equipo de fútbol, cree que su deber es representar a España y defender sus intereses.
"La imagen de un seleccionador es la imagen del país que representa", afirma
"En España pasan cosas muy buenas", dijo, después de derrotar a Alemania y colocar a su selección en la final de un Mundial por primera vez en la historia, "el país ha cambiado muchísimo en los últimos 30 años y como ciudadanos debemos sentirnos orgullosos de tener tan buenos deportistas entre nosotros".
Del Bosque fue consciente de que la trascendencia del momento le daba un poder especial a sus palabras y de algún modo resolvió lanzar un mensaje de optimismo con forma de discurso de Estado. Una señal que contrarrestara la oleada de negatividad que ha azotado a su país desde hace tantos meses. El entrenador lleva dos años observando que hay sectores que intentan sacar partido de una crisis económica prolongada, que las agencias de calificación de riesgo no dejan de castigar a España y que los comentarios pesimistas de políticos como Angela Merkel han ahondado en el clima depresivo. Pensó que los futbolistas de su equipo habían demostrado al mundo que entre los españoles había mucha gente capaz de cosas grandiosas. Sus palabras no fueron las de un embajador. Fueron las de un ministro plenipotenciario. "La imagen de un seleccionador es la imagen del país que representa", afirma Del Bosque, celoso de no exhibir otra cosa que un rostro impertérrito y sobrio como Castilla la Vieja. Es el único seleccionador de la Copa del Mundo que nunca celebró los goles de su equipo. Es el único que nunca felicitó a los jugadores que cambió. Es el único que no participó de los festejos con el resto de la plantilla, después de los triunfos.
Está convencido de que no está en el banquillo para expresar sus sentimientos ni para realizarse personalmente sino para custodiar el interés general de algo que trasciende al equipo de fútbol. Su relación con los uniformes lo delata. Ni cuando sale a reunirse con su mujer, Trinidad, y sus hijos Álvaro, Vicente y Gema, en sus horas libres, a pasear por Potchefstroom, se quita el chándal. "Me lo quitaré en Madrid", dice. En África se considera de servicio. En África no saldrá a comer fuera de la concentración, como hicieron ayer los futbolistas, porque al responsable de la guarnición no le corresponde saltarse el rancho. "¿Acaso voy a comer fuera las lentejas, el cocido y la fabada que me hace aquí el cocinero Javier Arbizu?", se pregunta. La respuesta siempre es negativa.
Su gestualidad reservada y discreta está a la altura del uniforme y de su origen de castellano viejo. Nació en Salamanca en 1950, en plena posguerra, y tal vez observara en su padre, Fermín, la amargura de los derrotados. Del Bosque creció en el seno de una familia de empleados ferroviarios republicanos y su relación con el trabajo es solemne. Tan seria como su único ídolo verdadero, el torero salmantino Santiago Martín, El Viti, al que un día le preguntaron por qué nunca se reía y respondió: "Porque el toro tampoco se ríe".
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