José María Díez-Alegría, libertad de conciencia y sentido del humor
Acaba de fallecer el teólogo José María Díez-Alegría. Iba a cumplir 99 años en octubre. En las últimas visitas que le hacíamos los amigos y amigas solía decirnos que no quería llegar a centenario para que no le pasearan como un mono de feria. Su deseo se ha cumplido. Ha muerto vencido por la edad, pero conservando intactos la esperanza y el sentido del humor. "Como Dios sabe que soy de izquierdas, todavía oigo un poco por el oído izquierdo y veo otro poco por el ojo izquierdo", me comentó cuando le vi por última vez. Fue testigo privilegiado y protagonista de algunos de los momentos más importantes de la historia de España y del cristianismo del siglo XX, y uno de los intelectuales españoles más influyentes en todos los campos del saber y quehacer humano: ética, doctrina social, filosofía, teología. Y en la lucha por la democracia. Siempre fue por delante marcando el camino que luego seguiría la sociedad.
Dar razón de la esperanza es la mejor síntesis de su magisterio teológico
Los dos fuimos cofundadores de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, junto con otros colegas. De 1988 a 1996 compartí con él la dirección de la asociación, él como presidente y yo como secretario general, y en el trato frecuente, casi diario, de aquellos años pude comprobar su honestidad intelectual, sensibilidad social y autenticidad humana y cristiana.
En su libro más emblemático, Yo creo en la esperanza, distinguía dos tipos de religión: la ontológico-cultural y la ético-profética. Si la primera se caracteriza por centrar la religión en el culto y poner al ser humano al servicio del sábado, la segunda lo hace por colocar la vida en el centro de la religión y al sábado, al servicio del ser humano. Él fue un buen ejemplo de religión ético-profética.
Buen conocedor del marxismo, participó activamente en el diálogo cristiano-marxista, con los otros dos Josemarías con quienes formaba la Trinidad heterodoxa, el padre Llanos y González Ruiz, primero en Italia, en los años sesenta, y después en España, durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición. En diálogo y colaboración con intelectuales y militantes marxistas, contribuyó a desdogmatizar y humanizar ambos sistemas de creencias, tendió puentes y buscó lugares de encuentro entre cristianismo y marxismo a partir de la común opción por los excluidos traducida en compromiso liberador.
Su profunda fe en Jesús de Nazaret le llevó a relativizar las instituciones eclesiásticas. "Una cierta relativización de las iglesias cristianas históricamente dadas resulta inexorablemente no solo del ecumenismo sinceramente asumido, sino sobre todo de la dimensión mistérica de la iglesia de Cristo", escribe en Yo creo en la esperanza. Su humanismo radical, abrevado en las mejores tradiciones filosóficas y religiosas, le condujo a seguir la voz de la conciencia. Así lo demostró cuando, ante el dilema de obedecer a sus superiores de la Compañía de Jesús que le pedían que no publicara tal libro o de seguir lo que le dictaba su conciencia, optó por esta última, y publicó la obra. La conciencia personal por encima de la ley eclesiástica.
La frontera fue su lugar natural, el espacio en que vivió su fe crítica por opción personal: la frontera entre fe e increencia, ortodoxia y heterodoxia, cristianismo y marxismo, amor cristiano y luchas de clases, compromiso político y experiencia religiosa. En la frontera se encuentra la marginación, lugar social donde vivió su experiencia religiosa y humana de manera espontánea y descubrió las dimensiones liberadoras del cristianismo. El mundo de la marginación fue para él el barrio vallecano del Pozo del Tío Raimundo, donde vivió varias décadas con el padre Llanos. Esa fue la cátedra que durante muchos años supo compaginar con la Gregoriana de Roma y, cuando fue cesado como profesor de esta, su cátedra permanente más preciada. Desde la cátedra de la marginación vallecana escribió muchos de sus libros, que leí con auténtica fruición porque son una verdadera fuente de sabiduría, de sentido común, de espíritu evangélico y de respeto por el misterio.
Dar razón de la esperanza es quizás la mejor síntesis de su magisterio teológico y de su trayectoria humana. Hombre esperanzado por talante y por convicción, supo contagiar la esperanza en su derredor. Esperanza inseparable de la fe, y ambas vividas en un clima adverso, pero sin desembocar en desesperanza o descreimiento. Si a sus 60 años pudo titular su obra Yo creo en la esperanza, a sus 90 no dudó en titular su último libro Yo todavía creo en la esperanza.
A Díez-Alegría siempre le acompañó el sentido del humor. El humor como talante, como virtud, como principio. Un humor que se refleja en sus textos, en los títulos de sus libros: Rebajas teológicas de otoño, Teología en broma y en serio. A punto de cumplir los 94 años nos dio una nueva muestra de teología con humor: su libro Tomarse en serio a Dios, reírse de uno mismo, su mejor testimonio y testamento.
Juan José Tamayo es secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII.
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