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IDA Y VUELTA
Columna
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Palabras venidas de tan lejos

Antonio Muñoz Molina

De pronto he encontrado un recuerdo que no sabía que tuviera. Me he acordado de Blas de Otero, visto de lejos, en Granada, en junio de 1976, en los días tumultuosos del primer homenaje póstumo a García Lorca, Blas de Otero en una tarima a lo lejos, sobre las cabezas de los estudiantes, en la Facultad de Letras, y más lejos todavía en la gran plaza de Fuente Vaqueros, una cabeza blanca, una camisa blanca, una gran boina vasca, un perfil vasco con la barbilla adelantada. Me he acordado de pronto de Blas de Otero porque llevo toda la tarde, todo el día, muchas horas en los últimos días, leyendo un libro suyo que ha tardado más de treinta años en aparecer, que me ha llegado por dos caminos, en dos regalos casi simultáneos, y que ahora está siempre conmigo, sobre la mesa de noche y en el cuarto de trabajo, acompañándome como solo nos puede acompañar la poesía; y cuando hablo de poesía me refiero a algunos libros de versos y también a esa experiencia íntima y suprema que nos ofrecen ciertos momentos de la vida y unas cuantas invenciones del arte: una sensación de intensidad, el estremecimiento de lo verdadero y único, lo que es irrepetible y secreto y sin embargo puede formar parte de la vida de cualquiera, lo que me sucede ahora mismo únicamente a mí y a la vez ha venido siendo común -en el sentido doble de compartido y frecuente- desde que el mundo es mundo, por utilizar una de esas expresiones vulgares que le gustaban tanto a Blas de Otero, quizás porque veía en ellas la expresión más profunda, la poesía impersonal del idioma.

Blas de Otero parece que se hubiera leído y aprendido de memoria toda la poesía escrita en español

El libro se titula Hojas de Madrid con La galerna. Cuando Blas de Otero se murió, no mucho tiempo después de que yo lo viera de lejos, en 1979, era un libro en proyecto, una carpeta con poemas escritos a mano y corregidos a máquina, duplicados en copias de papel carbón. Blas de Otero, que tenía cuando yo lo vi esa fortaleza aparente de los hombres de buen color y abundante pelo blanco, había sentido la proximidad de la muerte en 1968, cuando volvió a Madrid desde Cuba porque le habían detectado un cáncer. El primer poema del libro, 'Cojeando un poco', trata de un hombre recién operado que se dispone a levantarse de la cama del hospital para regresar tentativamente, cojeando un poco, al mundo de los vivos. Y en casi cada uno de ellos, a lo largo de más de trescientas páginas, está la sensación de acecho y de miedo de quien se sabe ya señalado por la muerte, quien mira las cosas y sabe que seguirán existiendo cuando él haya desaparecido y sin embargo no sabe ni quiere decirles adiós, renunciar a la emoción urgente de estar vivo, a los placeres más comunes y a los más excepcionales, al gusto de pasear holgazanamente por las calles de Madrid, a la gratitud por el amor. Las hojas de Madrid son las hojas de papel en blanco sobre las que se escriben a mano o sobre las que se mecanografían los poemas, con la evanescencia sucesiva del papel carbón: y también son las Leaves of Grass de Walt Whitman, las hojas de hierba de una poesía que rompe los límites de la métrica y de la rima y se dilata en la extensión democrática del idioma común, en ritmos que tienen el vigor y la respiración de esas caminatas por la ciudad en las que todo se vuelve memorable, incluso cuando el que mira se sabe enfermo y marcado.

"Amo a Walt Whitman por sus barbas enormes / y por su hermoso verso dilatado", escribe Blas de Otero, caminante por Madrid como lo había sido Whitman por Manhattan, invocando sin decirlo al Whitman de Rubén Darío y al de Federico García Lorca. De joven había poseído uno de esos talentos que logran muy rápidamente el brillo excesivo de una técnica demasiado segura. En sus primeros libros el soneto tiene algo de artefacto implacable, agravado por una especie de cristianismo existencial que entonces debía de parecer muy profundo pero que ahora nos suena a hueco, o peor aún, a retórica fechada, con esas mayúsculas unamunianas del Hombre, Dios, etcétera. Pero es que Blas de Otero, abogado sin vocación en una fábrica de Bilbao, desertor angustiado de las lealtades de una familia burguesa, transeúnte desde muy joven por un país y un continente entero en ruinas, parece que se hubiera leído y aprendido de memoria toda la poesía escrita en español, desde los romances antiguos hasta César Vallejo y Lorca y Neruda: desde muy pronto fue encontrando una voz en la que confluían al mismo tiempo todos los materiales arrastrados por el gran río del idioma, las citas literales y las vulgaridades más espléndidas. En el mismo poema podían estar Bob Dylan y Beethoven, un romance anónimo y un estribillo de zarzuela. La poesía española, cuando se pone seria, puede hacerse antipática o indescifrable, y cuando se pone coloquial puede sonar al mismo tiempo chabacana y amanerada, falsa como una baratija: con una desenvoltura que yo he aprendido a disfrutar en la poesía americana, Blas de Otero domina sin apariencia de esfuerzo las formas muy medidas, muy controladas, y la efusión que se desborda sin ningún escrúpulo hacia lo banal y lo prosaico, casi como en los Poemas de la hora de comer de Frank O'Hara. Como en ellos, la muerte se insinúa en el espectáculo delicado y trivial de la agitación de la ciudad: "Por qué digo que estoy ya cerca de la muerte, / por qué me quedan sólo tres, cinco años de vida, /ahora que veo Madrid como la espalda luminosa de una muchacha, / y voy al cine /y deambulo por el barrio de Embajadores, / y aguardo frente a un semáforo / y siento ganas de llorar porque vuelvo a ser feliz cual en mi adolescencia /...".

Qué raro haber visto a Blas de Otero desde lejos y poder recordarlo y no haberlo leído con verdadera atención hasta ahora. Quizás no lo leí simplemente porque no estaba de moda (cree uno tener opiniones y no son más que el eco distraído de lo que se lleva): porque era poco más que la letra de unas canciones de Paco Ibáñez, en una época en la que yo me alejaba de ese tipo de música militante que me había gustado tanto, y en la que mis poetas eran casi exclusivamente Lorca y Cernuda, y también Quevedo y Góngora, en las ediciones de Castalia. Yo quería aprender a escribir novelas, pero la poesía era un amor secreto que iba y volvía, pero no me abandonaba nunca. Después leí a Borges y a Baudelaire, y más tarde el gran regalo del idioma inglés fue la poesía americana, tan limpia de toda retórica, tan habitada por el habla y a la vez por la Biblia y Shakespeare: Emily Dickinson y Whitman, Wallace Stevens y William Carlos William, Mark Strand y Denise Levertov, y Jane Kenyon, y Galway Kinnell, y Charles Simic, tantos nombres con los que llenaría esta página. Me ha hecho falta un rodeo tan largo por cada uno de ellos para llegar a Blas de Otero.

Hojas de Madrid con La galerna (1968-1977). Blas de Otero. Edición de Sabina de la Cruz. Prólogo de Mario Hernández. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2010. 397 páginas. 22 euros.

Blas de Otero, en el homenaje a Federico García Lorca celebrado en Fuente Vaqueros en 1976.
Blas de Otero, en el homenaje a Federico García Lorca celebrado en Fuente Vaqueros en 1976.RICARDO MARTÍN

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