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Columna
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Desesperanza 'forever'

Los guionistas de esta serie interminable llamada "crisis" están cometiendo el error de sobreactuar. Hasta la historia más dramática debe contener, forzosamente, un rayo de esperanza. El guión de "sangre, sudor y lágrimas" solo es asumible socialmente si los sacrificios del presente conducen a obtener una recompensa futura. Incluso la Iglesia católica considera el sufrimiento una escala obligatoria para acceder al paraíso. Sin embargo, el bloque de teóricos oficiales de la crisis económica nos anuncia que tras las dolorosas medidas solo habrá más sangre, más dolor y más lágrimas. Su estrategia les obliga a pintar del color más negro la realidad, pero ese pesimismo histórico será su talón de Aquiles. Ninguna sociedad puede vivir continuamente en la desesperanza. Ningún ser humano puede aceptar la inseguridad perpetua ni la pérdida continuada de sus expectativas.

El lenguaje cientifista de estos economistas de mercado, parapetados tras organismos o fundaciones aparentemente neutrales, pueden haber impresionado al público durante algunos meses pero empiezan a ser sumamente sospechosos y parciales. Lejos de considerar la economía como un instrumento al servicio de objetivos democráticos, han querido elevarla a una autoridad escolástica que dicta a los gobiernos las decisiones sin posibilidad alguna de apelación. Cambian las previsiones al alza o a la baja sin dar ninguna explicación y siempre exigen más dureza, más contundencia contra los mismos sectores. La decisión del gobierno de eliminar las "líneas rojas" no solo no les contenta sino que los envalentona para exigir nuevos sacrificios y recortes: si el despido se abarata, exigen el fin de los convenios colectivos; si se rebajan las pensiones, demandan que la jubilación se amplíe hasta los 68 años; si se revisa el modelo energético, reclaman reducir las primas a las renovables y apostar por las nucleares. Y tras todas estas exigencias hay una enorme lista de ajuste de cuentas con el estado del bienestar europeo que nunca aprobaron.

¿Cómo se obtiene el título de analista económico indiscutible? Muy fácil: yendo dos pasos por delante de los deseos de los poderosos y participando en algunos ritos satánicos muy simples. Por ejemplo, la pura advocación del déficit público debe provocar convulsiones, a no ser que se destine a paliar la indigencia bancaria. Sienten horror por el gasto público, malestar por la protección social y todavía guardan en el magín de su actuación el conejo de las privatizaciones de servicios públicos. Por muy torpe, zote o indocumentado que se sea, si se abrazan estos principios irreductibles, se verá alzado al cielo de la ciencia infusa.

Por el contrario, los economistas que discrepan de estos análisis, se verán privados de credibilidad, condenados a la firma de manifiestos de protesta y despojados de cualquier autoridad reverencial. Los acusarán de estar utilizando la economía como un instrumento político, precisamente aquellos que han convertido esta profesión en el territorio de la batalla ideológica más feroz de los últimos decenios. Sin embargo, hay mucha más esperanza en esta economía crítica y alternativa que en todos los teóricos de la economía de mercado porque éstos nos hablan de la necesidad de cambiar el modelo productivo hacia el empleo, el compromiso medioambiental y el ser humano, mientras que los otros sólo nos conducen a rearmar el arsenal de los mercados financieros con el que nos dispararán en la próxima crisis.

Su pesimismo sin límites tendrá, más tarde o más pronto, respuesta porque, aunque la desmovilización social haya sido hasta ahora un signo de identidad de esta crisis, no está escrito que en los próximos meses no surja una ola de positivo inconformismo contra este descenso a los infiernos en el que, como escribía Dante, se nos obliga a abandonar toda esperanza.

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