La jirafa arrodillada
Al verme contemplar Johanesburgo desde el balcón del Parktonian Hotel, mi amigo Thulami Mokoena me dijo: "También esto es África". "Parece Dallas", comenté. "Sí", contestó. Los edificios crecían como cuellos de jirafa mientras en Soweto vivíamos en la charca del cocodrilo. "Pero las jirafas tienen que arrodillarse para beber en las charcas y, entonces, se las comen los cocodrilos", repliqué. Le hizo gracia, ya que su nombre zulú, como sabemos, significa "no llores más, cocodrilo".
La matanza de Freedom Square había quedado atrás y Mandela ya estaba en el poder. Si bien la democracia no es un mantra que repare de la noche a la mañana las injusticias y, más allá de convivencia y tolerancia, las vuvuzelas ensordecen y no acallan la desigualdad social. De ahí, no obstante, la grandeza del fútbol, que mete, bate y mezcla en una única coctelera diferentes razas y nacionalidades. Pobres y ricos beben el mismo mejunje y comparten similar borrachera. Pero el fútbol, todo hay que decirlo, también convoca en un solo césped a dioses que, ajenos a miserias y crisis, ganan el dinero a patadas. De ahí, su obscenidad. A pesar de lo cual, a mi amigo Thulami, que había nacido y vivido en Soweto, el fútbol le fascinaba y, tras el último campeonato europeo, confesaba su especial predilección por el equipo español.
"Demasiado sutiles", "fútbol de salón", "más talento que carácter", decía mi amigo Thulami sobre la selección española
"Demasiado sutiles", objetaba, sin embargo; "hacen fútbol de salón". Y concluía: "Tienen más talento que carácter". Nadie que entiende de fútbol sabe de fútbol, diagnosticaría yo. Porque el fútbol no hay quien lo entienda. Pero mi amigo Thulami, que no pretendía entender de fútbol, había entendido algo que el tropiezo con la zafia selección suiza debió hacernos comprender. La elegancia tiene un precio. Y un peligro. Como en el boxeo, un golpe a la contra da al traste con un combate que, por calidad, el estilista merecía haber ganado. Y el peligro no proviene solo del contrincante, sino también de uno mismo. Se llama amaneramiento.
La complacencia en la posesión del balón, a la espera de que la superioridad técnica propicie el espacio y la jugada, conlleva una pérdida de rapidez y tiempo que podemos lamentar demasiado tarde en un Mundial en el que, a mi entender, las ocasiones perdidas serán más decisivas que los goles. Y el balón, como siempre, tendrá la culpa.
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