Nadar en miel
Conozco a un entrenador que hace años encargó un estudio para saber qué hacer cuando te enfrentas a un portero rival en estado de gracia, que esa tarde te lo para todo. El estudio era más psicológico que táctico, pero trataba de solventar un problema irresoluble con el que de tanto en tanto se topan los equipos. Es solo un ejemplo de cómo el oficio de entrenador es el desesperado intento por dar soluciones a los problemas del juego. Por suerte para la imprevisibilidad del deporte, por cada solución encontrada surgen tres nuevos desafíos.
El partido de España contra Suiza aún nos perturba. Más allá de los tácticos del lunes por la mañana, es decir, aquellos que resuelven el partido después de jugado, la única verdad es que vimos a nuestro equipo sin el filo necesario. Los jugadores parecían nadar en miel. Como si costara avanzar, resolver. Xavi, que combina la madurez con el buen juicio, recordó los parecidos de este partido con la eliminatoria perdida por el Barcelona frente al Inter. La selección suiza no se encerró con tanto descaro, pero no se supo descerrajar la caja fuerte.
Nunca se ha vencido a una pared dándose de cabezazos contra ella
Era predecible que los problemas de la selección española fueran más grandes frente a rivales ultradefensivos que frente a equipos más incisivos. Por eso sorprende que aún no tengamos soluciones para un problema tan puntual. Quizá los entrenadores deberían fijarse en un deporte que mezcla las virtudes estratégicas del ajedrez con la contundencia física.
El balonmano es ignorado por la difusa reglamentación de su juego, pero, sin embargo, propone siempre una situación: qué hacer frente a una defensa alineada en torno al área defensiva de su portería. El juego discurre de lado a lado, con bloqueos interiores y exteriores, jugadores infiltrados en la línea defensiva y variables opciones de tiro. El balonmano tiene algo de Sísifo, aquel condenado a empujar por la ladera inclinada una piedra enorme que tras cada esfuerzo volvía a rodar a las faldas del monte Acrocorinto. Sucede en esos partidos de fútbol trabados, donde además los árbitros favorecen al equipo rácano ignorando el castigo para las leves pero continuas faltas en zonas de creación.
Chile, que fue un vendaval de juego y ocasiones, resolvió mucho mejor su primer partido que Brasil o España, que salieron a jugar con seis jugadores defensivos a equipos que les atacaban con dos. Chile lo hizo jugándole a Honduras a gran velocidad y con la apuesta perpetua por el tercer hombre, la llegada de un inesperado cómplice a la jugada más previsible. También con el desborde individual, pero en esas ocasiones casi siempre terminó en un esfuerzo agradecible pero baldío. Al final, un equipo que domina la pelota tiene que crear ocasiones de gol si no acaba pareciéndose demasiado a quien saca brillo a su viejo coche todos los domingos, pero nunca lo pone a funcionar.
A una pared nunca se le ha vencido dándose de cabezazos contra ella. A una pared se le vence con otra pared. Hay que variar la geometría establecida por el rival, como hace en sus raptos inspirados Mesut Özil, el 8 de Alemania, capaz de ofrecer con un solo roce al balón la solución a sus compañeros de ataque. Cuanto menos se sumerja el balón en la lava del juego y corra más deprisa, más se parecerá al deslizamiento de un surfista y menos a las brazadas de un náufrago.
La derrota de España sirve para que salgan del armario los cenizos, los cafres y el bombo de la furia. Incluso para que el periódico The Times haga el ridículo. La respuesta tiene que venir del juego, más cuando flaquea la fe general. Con su derrota, España tiene la oportunidad de imitar a los grandes malabaristas que, antes de ejecutar el ejercicio más complicado, muestran un primer intento fallido tan solo para recordar a los espectadores la dificultad extrema de lo que proponen y que así sean capaces de apreciar el mérito si finalmente se logra.
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